La colmena
Magdalena Trillo
Noah
Se atribuye a Sir Francis Bacon la célebre frase que dice: “Algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos”. La frase es tan rotunda, tan visual y tan potente que la han usado como eslogan o reclamo para ferias del libro, librerías, editoriales y comercializadoras de todo tipo. Ni siquiera hay seguridad plena de que Bacon la pronunciara en algún momento y no parece, desde luego, que la dejara por escrito. Sin embargo, he de admitir que a mí me gusta y seguramente sea porque establece una conexión bastante directa con el hecho de comer y, a su vez, con la sensación de hambre y, al mismo tiempo, con las distintas formas que tenemos de saciarla. Me reconozco en ella, en definitiva, porque también yo, a lo largo de mi vida lectora, he probado libros, los he devorado compulsivamente o los he saboreado y disfrutado como si fueran el último manjar que me fuera dado ingerir.
En la compulsión por leer hay algo, similar al hambre, que nace en un lugar oscuro y recóndito de nuestras entrañas –de nuestras entrañas intelectuales, claro– y que nos empuja de forma casi atávica hacia las estanterías para satisfacer una necesidad pujante y vital. Y confieso, sin ningún temor a mi condena, que en todos los pecados de la gula lectora he caído, de distinta forma y en distinta medida, a lo largo de mi vida. Sobre todo en estos últimos años, he probado libros –como quien pellizca un pastel–, abandonándolos en la segunda o tercera página porque desde el principio me han defraudado o porque algo nimio se ha cruzado en nuestra relación: el autor no ha usado correctamente el punto y coma o falla en una apreciación del contexto; el traductor no ha captado bien el sentido de la idea; la descripción aburre; adivino el final; la autora abusa de los diálogos… Así de mística y escrupulosa se vuelve una cuando, con el paso de los años, se hace un cálculo algorítmico de todo lo que nos queda por leer y del poco tiempo que nos queda ya para leerlo. En fin, si no he sido conquistada, seducida y abducida en unos pocos párrafos, la misión queda abortada y a otra cosa. Y, de alguna forma, con esta crueldad lectora, compenso y equilibro todos aquellos años de mi infancia y de mi juventud en los que, infinitamente generosa, ansiosa y confiada, devoré libro tras libro, sin reparar en daños… y como si no hubiera un mañana.
No obstante, entre los abandonados sin misericordia y los devorados con fruición, se extiende ese otro vasto territorio de los grandes descubrimientos literarios, de los libros escogidos y reservados, de los cultivados en los más profundos rincones del alma, de los absorbidos y metabolizados por el espíritu y reelaborados por la conciencia propia. Todos esos libros, en definitiva, que, sin saberlo, me dieron un mordisco y me dejaron una herencia, a veces diminuta, pero tan valiosa como inmaterial.
Llega el verano por fin. Vuelven los libros que nunca se fueron.
También te puede interesar
La colmena
Magdalena Trillo
Noah
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
María Jesús Montero, candidata
Confabulario
Manuel Gregorio González
I nvestigar o no
En tránsito
Eduardo Jordá
Deriva autocrática
Lo último