Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De aislados
Se atribuye a Sir Francis Bacon la célebre frase que dice: “Algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos”. La frase es tan rotunda, tan visual y tan potente que la han usado como eslogan o reclamo para ferias del libro, librerías, editoriales y comercializadoras de todo tipo. Ni siquiera hay seguridad plena de que Bacon la pronunciara en algún momento y no parece, desde luego, que la dejara por escrito. Sin embargo, he de admitir que a mí me gusta y seguramente sea porque establece una conexión bastante directa con el hecho de comer y, a su vez, con la sensación de hambre y, al mismo tiempo, con las distintas formas que tenemos de saciarla. Me reconozco en ella, en definitiva, porque también yo, a lo largo de mi vida lectora, he probado libros, los he devorado compulsivamente o los he saboreado y disfrutado como si fueran el último manjar que me fuera dado ingerir.
En la compulsión por leer hay algo, similar al hambre, que nace en un lugar oscuro y recóndito de nuestras entrañas –de nuestras entrañas intelectuales, claro– y que nos empuja de forma casi atávica hacia las estanterías para satisfacer una necesidad pujante y vital. Y confieso, sin ningún temor a mi condena, que en todos los pecados de la gula lectora he caído, de distinta forma y en distinta medida, a lo largo de mi vida. Sobre todo en estos últimos años, he probado libros –como quien pellizca un pastel–, abandonándolos en la segunda o tercera página porque desde el principio me han defraudado o porque algo nimio se ha cruzado en nuestra relación: el autor no ha usado correctamente el punto y coma o falla en una apreciación del contexto; el traductor no ha captado bien el sentido de la idea; la descripción aburre; adivino el final; la autora abusa de los diálogos… Así de mística y escrupulosa se vuelve una cuando, con el paso de los años, se hace un cálculo algorítmico de todo lo que nos queda por leer y del poco tiempo que nos queda ya para leerlo. En fin, si no he sido conquistada, seducida y abducida en unos pocos párrafos, la misión queda abortada y a otra cosa. Y, de alguna forma, con esta crueldad lectora, compenso y equilibro todos aquellos años de mi infancia y de mi juventud en los que, infinitamente generosa, ansiosa y confiada, devoré libro tras libro, sin reparar en daños… y como si no hubiera un mañana.
No obstante, entre los abandonados sin misericordia y los devorados con fruición, se extiende ese otro vasto territorio de los grandes descubrimientos literarios, de los libros escogidos y reservados, de los cultivados en los más profundos rincones del alma, de los absorbidos y metabolizados por el espíritu y reelaborados por la conciencia propia. Todos esos libros, en definitiva, que, sin saberlo, me dieron un mordisco y me dejaron una herencia, a veces diminuta, pero tan valiosa como inmaterial.
Llega el verano por fin. Vuelven los libros que nunca se fueron.
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