El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
El mundo de ayer
No puedo evitar curiosear entre los libros de los demás. Dicen que una de las mejores formas de conocer a una persona es saber qué libros tiene o ha leído y, sobre todo y si lee con lápiz, qué frases o pasajes ha subrayado. Una exclamación en un margen es el espejo del alma.
El verano es un tiempo para estos descubrimientos. La casa de mis abuelos en Alcorcillo, el pueblo de mi padre, tiene un estante con libros encima de la televisión. Hay un trabajo de Manu Leguineche sobre los últimos de Filipinas, la historia de España de García de Cortázar y González Vesga, una novela de Vázquez Figueroa, el libro de Pío Moa sobre los mitos de la Guerra Civil. Ese estante, que es un rinconcito de una casa en un pueblo, es un espejo –empañado y roto y deshonesto– del alma de mi abuelo, que es quien los leyó en sus tardes lentas.
Esta costumbre de buscar la vida de los otros en sus estantes tal vez la haya adquirido por haber convivido desde chico con los libros. Mi hermano, que es matemático, contó los que teníamos en casa. Empezó por el dormitorio de mis padres y acabó en el salón, pasando por la habitación del fondo, por nuestro cuarto, por el largo y oscuro pasillo. Eran más de mil. Mis padres se desesperaban cuando nos mandaban limpiar el polvo y nos encontraban, media hora después, curioseando en las enciclopedias o en ese libro de El País Aguilar que media España tiene, de pasta dura y lomo gris y lleno de datos curiosos.
Hubo un tiempo en el que era normal encontrar libros en las casas, como si una ley obligara a ello. En las ciudades se encontraban novelas del boom, el Quijote, libros de le Carré o de Mario Puzo, algún libro de consulta. Los campos tenían libritos de Marcial Lafuente o colecciones de Aguilar, como esa que devora el protagonista de Los asquerosos, la novela de Santiago Lorenzo. Hoy las casas tienen otras cosas: fotos, platos, flores, figuritas de Funko Pop. Algún libro suelto, sí. Y móviles, esas aspiradoras de tiempo desde las que a veces escribo estos artículos.
El libro, como si fuera uno de esos frágiles líquenes que sólo prosperan en aires limpios, ha ido perdiendo ejemplares en nuestros paisajes íntimos, contaminados de distracciones y olvidos. No es que antes se leyera más que ahora (en 1980 sólo un tercio de los españoles leía y ahora lo hace más de la mitad), pero sí parece como si antes hubiera un respeto mayoritario al libro, algo que mostrar a las visitas o a nosotros mismos. Antes leer, aprender, nos distinguía. Ahora que estamos más formados y todos tenemos un título, los damos por hecho. Nos damos por hecho. Y olvidamos, como tantas otras cosas, que cada segundo nos hacemos de nuevo.
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