Quizás
Mikel Lejarza
¿Pueden pensar la máquinas?
En 1931, los estudios Universal encargaron a Tod Browning (un director dotado de un especial talento para las películas lúgubres) el rodaje de Drácula. En principio el papel del vampiro estaba destinado a Lon Chaney, que antes ya había aterrorizado a los espectadores con sus interpretaciones en El jorobado de Notre Dame y El fantasma de la Ópera. Sin embargo, la repentina muerte del actor conocido como “el hombre de las mil caras” propició que fuese Bela Lugosi –actor húngaro nacido premonitoriamente en Transilvania– quien encarnase para la pantalla el mismo papel que ya venía representando en Broadway en la versión teatral de la obra de Bram Stoker.
Sin necesidad de colmillos, ni de sangre de por medio (los mordiscos fueron suprimidos mediante elipsis), Lugosi encandiló y aterrorizó a la vez al público con su aristocrática presencia, su espeluznante mirada y su fuerte y exótico acento húngaro. El éxito fue tal que Bela Lugosi sería recordado a lo largo de toda su carrera como el conde Drácula por antonomasia, al punto de que él mismo acabó patológicamente poseído por la identidad del vampiro: dormía en un ataúd y vestía de manera cotidiana el uniforme del conde con el que exigió ser amortajado tras su muerte en 1956.
Las frecuentes manifestaciones de actores y artistas españoles en defensa del supuesto gobierno de izquierdas que nos dirige y, de paso, su posicionamiento en una (pelín tardía) lucha contra el franquismo, son las que han traído a mi memoria cinematográfica el caso de Bela Lugosi. Los Sacristán, Bardem, Almodóvar, Paredes y demás corifeos que en su día ya pregonaron su adhesión al “sindicato de la ceja” (una asociación –con ánimo de lucro– montada a mayor gloria del expresidente Zapatero), imitan en cierto modo el desquiciado comportamiento de aquel. Confunden la realidad con la ficción de los personajes que han interpretado en las –mediocres– películas españolas de los últimos 40 años y así unos se ven como valientes guerrilleros revolucionarios, otros como clarividentes ideólogos de izquierdas perseguidos por los fascistas y en todo caso, asumiendo como propias las muchas o pocas virtudes intelectuales de los papeles que interpretan.
Las ínfulas de superioridad, autoridad moral y legitimidad política de esta gente son tan patéticas como las pretensiones de Lugosi de volar agitando su capa. Sin embargo, mientras el supuesto vampiro era sincero en su delirio, estos artistas se mueven por espurios intereses: en vez de utilizar su presunta reputación para comprometerse con los problemas reales del país (desempleo, terrorismo, persecución del castellano, demolición del estado nacional…) lo único que hacen es actuar de palmeros del gobierno que les concede las subvenciones que, a falta de talento, son las que le permiten vivir de fábula.
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