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David Fernández
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Primer día después de las vacaciones, dejo a mi hijo en casa de sus abuelos antes de emprender el camino hacia la oficina. Agradezco que mis padres sean jóvenes, que adoren estar con su nieto. De otro modo, yo no podría trabajar. De camino a mi puesto recuerdo por quincuagésima vez la carta al director de un periódico, que hablaba de que la caída de la natalidad se debe a que ahora las mujeres viven preocupadas por los tatuajes y los deportes. Pienso en mis mejores amigas. Una no puede tener hijos porque no encuentra un trabajo estable, la otra no consigue uno que le dé tiempo. Las dos quieren ser madres, pero en un mundo en el que los sueldos se desploman tener hijos es cosa de ricos o de locos.
Al llegar a mi puesto comento el tema con mi compañero. Se encarga de recordarme que hace sesenta años, en plena hambruna, las mujeres seguían teniendo hijos, "seis o diez al menos". Me resigno a guardar silencio. Pienso en mi bisabuela y en sus ocho vástagos. Mi abuela me contaba muchas historias sobre sus padres. Él cuidaba de sus tierras, le gustaba cantar, vivió fuera de casa un tiempo y se le daban muy bien los deportes. De mi bisabuela solo sé que fue madre, de ocho hijos, y que los crio con mucho amor. No sé si le gustaba cantar o hacer deporte. Debo darle la razón a mi compañero: Hace sesenta años esto de la caída de la natalidad no habría pasado. Hace sesenta años mi bisabuela solo podía elegir entre ser dos cosas: yerma o madre.
Hoy, gracias a la lucha por nuestros derechos, estamos en ese momento de la historia en el que podemos elegir, elegir entre ser madres o ser personas, una disyuntiva a la que el hombre, gracias a su congénere, nunca se ha tenido que enfrentar. El hombre siempre ha contado con alguien que cuide de su estirpe mientras se hace a sí mismo.
Al terminar mi jornada laboral, de vuelta a casa, rememoro mi vida antes de tener hijos. Pienso en todo aquello entre lo que tuve que escoger: ser escritora o madre. Ser periodista o madre, vivir sin problemas económicos o ser madre. El hecho de que la mujer haya despertado, de que haya decidido reclamar los derechos (el derecho a perseguir sus sueños, a ser algo más) ha dejado patente un gran problema. La maternidad es un enorme privilegio para la mujer que no está dispuesta a perderse a sí misma en el olvido. Una nueva enfermedad se cierne ahora sobre nosotras. La culpa. La culpa por no tener hijos, por no pasar tiempo con ellos o, por el contrario, la culpa de no haber triunfado laboralmente por haber decidido quedarnos en casa con nuestros hijos. Culpas que en lugar de posarse sobre un sistema defectuoso, que impide la conciliación, se ciernen una vez más sobre ese ser que durante toda la historia ha llevado, en silencio, el peso del futuro del hombre, pero no sus alas. Una culpa que, una vez más, se cierne sobre la mujer.
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