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Rafael Sánchez Saus
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La cabalgata de Reyes concluyó en el parque a las cinco de la tarde, justo a tiempo. Las primeras gotas de lluvia cayeron cuando Baltasar desmontaba de la carroza. Si el temporal hubiera arreciado en pleno desfile, aquello habría sido un desastre: la pintura negra que malcubría su cara habría chorreado, dejando un rastro tan elocuente como incómodo sobre sus ricos ropajes llegados de Oriente. Y entonces, al igual que los niños descubren una trampa en la magia, toda la ciudad habría visto el rostro desnudo de su impostura.
Desde que pasó su carroza, tuve la sensación de que algo no encajaba. Era aquel Baltasar de ojos azules, casi cristalinos. Más bien, chirriaba lo que había bajo la pintura de Baltasar: un rostro que no era negro, sino pintado de negro. La piel maquillada no ocultaba del todo las grietas de un problema que Algeciras, con toda su diversidad y mestizaje, debería haber resuelto hace tiempo.
En una ciudad que mira al Estrecho y ve reflejados otros mundos, elegir a un hombre blanco para encarnar al rey más enigmático de Oriente es, además de ridículo, un ejercicio de ceguera social y cultural. Porque no será por falta de vecinos negros. Los hay en nuestras calles, en los colegios, en los mercados. Personas cuya piel no necesita betún para brillar bajo las luces de Navidad, cuya presencia en una carroza no sería un acto de representación, sino de autenticidad. Ese mismo error se ha producido en Ceuta.
Mientras tanto, en las ciudades vecinas de La Línea o en Tarifa, Baltasar era negro. Negro auténtico. Tan auténtico como la arena de sus playas o el viento de levante. En Málaga, incluso, han diseñado un sistema para que el blackface quede desterrado de sus tradiciones. Pero aquí, en Algeciras (también en San Roque o Los Barrios), seguimos pintando las caras.
Apenas unos días antes, en la Plaza Alta, un descuido dejó mudas las campanas de la iglesia en la noche de fin de año. Allí estaban, a un cuarto de hora de la medianoche, trescientas personas resistiendo el frío, uvas en mano, esperando el sonido que marcara el comienzo del 2025. Pero las campanas no sonaron y la multitud se dispersó con una mezcla de desconcierto y resignación.
El año que viene, tal vez Baltasar vuelva a ser blanco en Algeciras. Tal vez sus pajes también. Y nosotros, los que miramos pasar la cabalgata, fingiremos que no nos damos cuenta. Pero en el fondo, sabremos que bajo el maquillaje hay algo que no debería estar ahí: un vacío tan hondo como el silencio de las campanadas de La Palma en Nochevieja. Uno que solo se llenará el día en que dejemos de pintar lo que ya tenemos.
Baltasar no necesita maquillaje.
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