La otra orilla
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Se despereza septiembre y viene a morir el verano en el mes del bostezo y el lavado de cara como los suicidas van a morir al precipicio de la desesperación. Huele la ciudad a renovación, pero renovación que amenaza cíclica, cotidiana, peligrosa para quienes quedan atrapados en la sustancia viscosa y pegajosa de la rutina. Me gusta pensar que Madrid se anuncia diferente, con los ojos limpios y desprovistos de legañas gracias a las fuertes lluvias estivales que dejan a su paso un perfume metálico purificador.
Hay cada año, desde hace 12, un Madrid distinto que me recibe. Mis pensamientos debaten si a los 30 años uno sigue creciendo o comienza a envejecer, pero el caso es que lo hago, lo uno o lo otro, y la capital se presenta presta a satisfacer mis nuevos objetivos y necesidades. Con la mujer a la que amo Madrid me abre nuevos pasadizos secretos y hallo en sus terrazas otros encantos cuando la espuma de la cerveza roza mis labios mientras converso con los camaradas. Porque amamos diferente, conversamos diferente, bebemos diferente, y Madrid siempre modifica sus carteles para indicarnos qué camino escoger. En septiembre, este septiembre de muerte y vida, donde todo acaba y todo comienza.
No tiñe ya el sol de rosa las inmensas playas de mi Cadi durante sus atardeceres infinitos y el garbí, un viento que jamás me había acariciado el rostro, ya no revolotea mis cabellos, que ensucio con mi manía de tocarlos. No, ya pasó, todo forma parte de una vida que invocaré cuando coquetee con mi memoria. Ahora nos llaman tímidos los ecos del sonido del arrastre de la maletita con ruedas nueva que, estruendoso, nos despertará dentro de unos días; padres y madres que, de la mano, enseñan los pasos seguros a sus hijos acampan en El Corte Inglés y en las tiendas de material escolar; los editores, impresores y libreros se frotan las manos, y de sus negocios emana el olor a papel caliente, a lápiz recién acicalado.
Septiembre pide pista de aterrizaje y nos abre sus brazos para entregarnos a él. Desde la torre de control ordeno que se despeje el aeropuerto de cualquier objeto que pueda obstaculizar su llegada porque la deseo suave, sin estridencias ni sobresaltos. Lo espero limpio de prejuicios, cerrado a pérfidas previsiones que puedan estropeármelo. Solo sé que viene puro y que guarda en sus entrañas el inconmensurable poder de encontrar la novedad en la costumbre. En Madrid, esa ciudad en la que la vida cada año no sigue igual porque nos empuja a ser mutables, porque septiembre le quita los hierbajos y las bacterias que pudren sus raíces, porque septiembre, mes de muerte y mes de vida, sí, nos mira con esos ojos que esconden la ilusión de lo que siempre está por venir.
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