Una mesa llena de recuerdos

29 de junio 2024 - 03:07

Dejé ver esta semana el cabezón por la explanada cementada del recinto ferial. Dicen los sibaritas que la Feria pierde su pureza sin el albero y que el generoso no entra igual sin su ocre rasposo. Uno les contesta que la de Algeciras es la mejor feria de Andalucía porque de ella se podrá salir sobrio, doblado, eufórico o triste, pero jamás con los zapatos sucios.

Me reuní con los míos, esos que cada cuatro meses me dan la bienvenida con nuevas canas. Nos dijimos cosas bonitas, nos recriminamos alguna que otra, reímos y bebimos hasta olvidarnos de que no sabemos bailar sevillanas. Para cuerpos oxidados y con fluidez de tronco, el arte de bailar sevillanas nace de una gallardía edulcorada con etanol. A una maña testaruda la engañé hace dos años en el albero de Sevilla echándole cara, mirándola mucho a los ojos y después de la quinta jarra de rebujito. Ese día salí del Real doblado y encima tuve que limpiarme los zapatos. Hoy están guardados en una estantería junto a los suyos.

Antes de pisar la Feria esta semana, nos juntamos en la casa de un amigo a picotear y a disfrutar de la brisa en una terraza con vistas al Estrecho. Nos costó irnos, creo que cada vez nos cuesta más, porque de nuestras conversaciones emana una vida pasada que, compartida en esa mesa, entierra nuestros respectivos monstruos y saca a flote la nostalgia, la más feliz de las tristezas. Escribí aquí hace unas semanas que pensaba que la crisis de los 30 es una invención posmoderna que nace de la imposibilidad de tener la vida que tuvieron nuestros padres a esta edad. Invención o no, aquel día hablamos de ese número que parece maldito para justificar las cosas que ya no podemos hacer.

Se da una paradoja, creo que terrible, siempre que mis amigos y yo nos reunimos: hoy somos adultos, pero no podemos parar de recordar esos días en los que soñábamos con serlo. Creo que las circunstancias nos van a separar cada vez más. Sospechamos que pronto quizá no nos veamos tanto y que cuando lo hagamos, nuestros cabellos negros y castaños irán haciéndose más tímidos ante un gris impío. La inconsciencia del adolescente dificulta el temor al futuro, pero hoy barruntamos la incertidumbre del mañana y nos vemos obligados a recurrir a la seguridad del pasado.

Cada vez me cuesta más irme de esas conversaciones, sí, cada vez me cuesta más abandonar esa mesa que queda sola con todos esos recuerdos invocados. Pienso, sin embargo, que es necesario irse, es necesario cerrar la puerta y dejar atrás ese lugar sagrado que permanecerá inmutable, presto a recibirnos dentro de 20 años cuando nos riamos de la crisis de los 30, nos miremos y demostremos que, juntos, jamás dejaremos de ser esos adolescentes que jugaban a ser mayores.

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