Ojo del muelle
Rafa Máiquez
Ya tenemos el lío formado
Cambio de sentido
Qué habré soñado yo esta noche, que me he despertado espeluznada, la piel y el pelo estremecidos. Al rato, remansándome los pulsos, he sabido que quería escribirles sobre el miedo, eso que, cuanto más se niega -tiene mala prensa- y se compensa en plan valentón, más nos controla. Quien jure no sentir miedo, una de dos: o se hace trampas al solitario o raya la psicopatía. Ojo-cuidao.
Vengo a este asunto no sólo con intención de visarme los dentros, a ver qué cosas me amedrentan y cómo actúo entonces, sino para poner la atención en el uso del miedo como elemento de control social. Cualquiera tiene miedo a la muerte y a la lenta y diversa administración de la misma (la enfermedad, el hambre, el frío, la vejez, la guerra…), pero también podemos padecer un miedo cerval a las cosas de la vida (al dolor del desamor, la soledad, al duelo, al que dirán, a no agradar…; estos últimos los disimulamos mejor, pero nos paralizan y ensimisman). De unos y otros temores se saca tajada: venga todo el mundo a parecer más joven cuanto más viejo, venga seguros y alarmas, y otro güisqui más, y otra foto con filtro, y venga Tinder, y mucho por hacer, no vayamos a sentir ni un momento cómo se nos abren las grietas hasta vernos las raíces. Actualmente, la inflación, la guerra, las epidemias y los otros -quienesquiera que sean- despiertan miedo, que nos llega dosificado a través de los medios. Ojo avizor, por tanto, para que esa emoción no nos ciegue si no que, nada más advertirla, nos despierte.
Valiente no es quien no tiene miedo, sino quien se pone humildemente ante él; como libre no es quien puede irse de compras, sino quien quiebra sus cadenas o al menos se niega a lamer su sabor herrumbroso. Hay quienes -los peores- vencen su miedo sumándose a quienes lo inyectan y administran en la oficina, en la calle o en la casa. A ésos les encanta sentir el "respeto" -así lo llaman- que infunden, y odian a quienes no se someten. Hay quienes padecen el yugo porque sienten que no tienen más remedio, y aguantan carros y carretas. Comprendo, por ejemplo, los silencios de mi abuela. Hay, por último, quienes aprenden de esas personas que, sin pretenderlo, dan ejemplo de valor -en toda su acepción- ante tanto miedo programado. Curiosamente, ésas y ésos no tienen cara de bravíos, sino de honestidad, lucidez y cierto estupor. Cada vez que, en un libro o en la vida, encontramos a alguien valiente, algo genial se nos abre dentro del pecho. Sólo da libertad quien es libre.
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