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Todo el mundo tiene un plan hasta que le meten la primera hostia. La frase es de Mike Tyson y la hizo célebre en el crepúsculo de su época gloriosa. Los boxeadores son durante su vida activa, por exigencias del oficio, eso que Marcuse acuñó como el hombre unidimensional. Cuentan que Rocky Marciano, el invicto, necesitaba, para subirse al ring, meses de ser puramente un boxeador, entrenando sin gente, cartas ni llamadas, consagrado a sí mismo y a la visualización diaria de su adversario. El boxeador es primero un ser de clausuras, pero luego, en la retirada, cuando aparece la vida en bruto y el cuerpo ya no es suficiente, emerge súbitamente en este ser obtuso una filosofía. Así, eso de que todo el mundo tiene un plan hasta que le meten la primera hostia no nos habla tanto del boxeo como de la propia vida y de la necesidad esencial de resistir y reinventarse. La maravillosa Joyce Carol Oates, quien ha escrito casi como nadie sobre el boxeo, insiste en que este deporte es metáfora de la vida, pero sólo hasta un cierto punto. Hay un momento en que el boxeo es sólo boxeo, y, por eso, reinventarse tras este oficio requiere un acto espiritual de audacia, no al alcance de todos. Joe Louis está enterrado Arlington por decreto presidencial, pero ese honor no indulta su particular postguerra del boxeo, donde la vida derrochó su sentido. Muhammad Ali se adaptó al temblor y al silencio para convertir su persona en símbolo. George Foreman, el que perdió en el Zaire, recondujo su vida como ministro religioso y volvió a los puños, ya en la cuarentena, con la presencia de un Buda invencible. Parece ser que el Mike Tyson desencadenado de los 80 siempre esquivó la posibilidad de subir al ring con el viejo Foreman, quien sabe si por miedo a ser vencido o por miedo a vencerle. Confiesa Carol Oates que no puede olvidar lo maravilloso de ese Tyson joven. Yo tampoco. Aguardaba con mi padre la madrugada para asistir a aquel espectáculo hermoso y bárbaro, en ocasiones de apenas unos segundos, en el que el joven Tyson sacudía a gigantes como a muñecos de goma. Tras las derrotas, la droga y la cárcel, con un Mao tatuado en el brazo derecho y un Che Guevara en el vientre, no parecía que Mike tuviera un plan. En un reciente ensayo que hay que leer, Morir de pie, Edu Galán sostiene la tesis de que la redención del hombre público norteamericano pasa por enfrentarse al mundo a través del genio religioso o de la comedia. Hace unos días, cuando Mike Tyson subió al ring para hacer el mamarracho frente a Jake Paul, no pude dejar de alegrarme porque tuviera un plan: morir de pie, a su manera
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