
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Sánchez desencadenado
La playa es una película del año 2000 que narra el viaje de un mochilero estadounidense (Leonardo DiCaprio) en busca de una vida diferente en una isla secreta en el golfo de Tailandia. La película se rodó en la isla tailandesa de Phi Phi Leh y la playa aludida en el título es Maya Bay, una paradisíaca ensenada con acantilados de piedra caliza, aguas de color azul transparente, arrecifes de coral y una playa de blanquísima arena.
El cine primero y la televisión después popularizaron aquel idílico entorno y en 2015 los barcos hacían cola a la entrada de la bahía para anclar en su costa y desembarcar a una multitud de visitantes. En 2017, la mayoría de los corales habían muerto y al año siguiente los cinco mil turistas que llegaban diariamente no podían siquiera sentarse en la arena. Maya Bay pasó de ser calificada en las guías de viajeros de paraíso a “lugar insufrible, sucio y ruidoso”. En 2018, las autoridades tailandesas cerraron la playa durante cuatro años y la reabrieron con restricciones: los barcos no pueden fondear en la bahía y solo 300 viajeros al día, a través de una pasarela y con la prohibición de bañarse, disponen de un máximo de una hora para visitarla. El éxito acabó con tan idílico enclave ya que su principal atractivo, tal como expresa el protagonista de la película, es el ser desconocido y ni siquiera las actuales medidas de control le devolverán la “virginidad” que encandiló al publico en el cine.
El mismo proceso de degradación lo están sufriendo los destinos turísticos más populares. Venecia (donde los turistas han expulsado a la población autóctona); Roma (con más “legionarios” alrededor del Coliseum que en tiempos de Vespasiano en busca de la propina por fotografiarse junto a los viajeros); las ruinas incas de Machu Picchu, hace un siglo apenas holladas por los pies de un occidental, reciben a diario 5.000 visitantes, tantos que hasta se han prohibido los palos de selfies por considerarlos objetos peligrosos en el maremágnum de gente que deambula por los vestigios del imperio incaico. El turismo se ha convertido una industria depredadora de personas y ecosistemas que utiliza cualquier reclamo natural, cultural o histórico para explotarlo hasta su autodestrucción. Eso sí, los lugares más remotos y exóticos, pero al modo de Disneylandia, esto es, con la misma comodidad y seguridad que el sofá de casa. No obstante, y para reactivar el negocio, los turoperadores ya buscan alternativas más emocionantes que ver la pirámide de Guiza desde un McDonald’s o disfrutar del Sahara en una jaima con aire acondicionado. El futuro está, por ejemplo, en vivir la experiencia de adentrarse en los claustrofóbicos túneles del Vietcong que construyeron los charlies o hacer una excursión (chaleco antibalas mediante) por las favelas que rodean Río de Janeiro.
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