Mujeres

Voy a tratar hoy un tema del que su efeméride se celebró el pasado 8 de marzo. Si hacemos caso a su conmemoración, este artículo estaría pasado de moda, devorado por las prisas de estos tiempos en los que parece que nada tiene suficiente fuerza como para permanecer en nuestras retinas y aún menos en nuestro cerebro. Este tema, como tantos otros, enfermedades mentales, vivienda, educación, contaminación, son todos ellos labor de continuidad. No sirve de nada recordar puntualmente un día al año un tema que, dejado campar a su aire, ha estado presente desde los albores de la Humanidad hasta que de forma seria y metódica se empieza a reivindicar desde finales del S.XIX hasta hoy día.

Mucho se ha avanzado en el campo de la igualdad en la equiparación de hombres y mujeres. Pero no es un proceso homogéneo. Se trata del cambio de las mentalidades. El feminismo, porque de ello es de lo que trato hoy, no es un movimiento que competa solo a las mujeres, sino que es mucho más profundo, porque incluye, sí o sí, a los hombres.

Cuando era pequeña, desde que puedo recordar, se me había instruido en la convicción de que las mujeres éramos muy especiales pero inferiores a los hombres, no solo por las diferencias físicas notorias unas y otras presupuestas, como la fuerza, sino que además intelectualmente, nuestro tope estaba muy bajo con respecto a nuestros compañeros. Por eso la primera observación que me surgió fue que había excepciones, porque mi abuela era una persona diez; preocupada por lo que pasaba en el mundo leía la prensa diariamente, y escuchaba la radio a todo volumen, porque sorda también era. Me gustaba escucharla hablar sobre “el peligro chino”, la inteligencia de Pablo VI, a pesar de su rostro poco amable, o leerme en voz alta algún fragmento de el poema El tren expreso de Ramón de Campoamor, y según su ánimo, alguno de sus cantos. Al final de su vida, era El Crepúsculo el que más leía. Mi abuela era la más culta y ¡qué carácter!. Pero no era la única que me admiraba; lo hacía mi madre que sin parar siempre estaba en todo; mi querida María Roncero, tan sabia y paciente. Y así incorporé a tantas y tantas niñas o adultas que, ninguneadas, demostraban día a día su valía.

Cuando llegué a estudios superiores, a la Universidad, y sobre todo al paro, me encontré con muchísimas más que tenían algo que enseñarme. Justo cuando conocí a muchos hombres que reconocían nuestros méritos, y negaban diferenciaciones que se hacían entre unos y otras. Y es aquí cuando supe que una sociedad no cambia hasta que no lo hace el grueso de su cuerpo social, mujeres y hombres en una misma dirección, la que dicta el sentido común. Si no es así, el Movimiento Feminista será necesario cada uno de los días de cada año.

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