Al microscopio
Ana Villaescusa
La violencia más cruel
En tránsito
Hace unos diez años se estrenó una película danesa, La caza, de Thomas Vinterberg, protagonizada por ese actor morrocotudo que es Mads Mikkelsen. Lo que se cuenta en La caza es fácil de resumir: en un pequeño pueblo danés, por una serie de caprichosas circunstancias, una niña acusa de abusos sexuales a su profesor de guardería. Inmediatamente se desata un infierno sobre el pobre hombre, que vive un calvario judicial y que se convierte en un maldito para todos sus vecinos. Al final, por otra serie de circunstancias fortuitas, se puede probar la inocencia del profesor, pero el daño ya está hecho y ese hombre se ha convertido en un monstruo para todos los que antes eran sus amigos y compañeros.
Una película como La caza jamás se rodará en España (me apuesto un millón de criptomonedas Ethereum), ya que contradice todos los mandamientos del progresismo que controla nuestra vida cultural. Pero La caza muestra un hecho importantísimo: nadie investiga las acusaciones de la niña. Ni la Policía ni los psicólogos ni los trabajadores sociales llegan a practicar jamás un careo entre la niña y el profesor, ni comprueban si el profesor tiene una coartada o si puede alegar el testimonio de algún testigo. No, para nada. ¿Y por qué no lo hacen? Por la sencilla razón de que todos ellos tienen asumido que un niño no puede mentir jamás: su palabra, sea la que sea, siempre es fiable. Así que la vida del pobre profesor se convierte en un infierno por culpa de una niña que tiene problemas psicológicos -sobre todo de soledad y de abandono familiar- y que un día decide vengarse simbólicamente de su soledad en la figura de ese profesor.
Digo esto porque acaba de aprobarse una nueva Ley de Protección de la Infancia -la llamada Ley Rhodes- que prácticamente consagra los principios que convirtieron la vida del profesor de La caza en un calvario. Según la ley, los niños que denuncian casos de violencia sexual -digan lo que digan- no mienten jamás y por lo tanto son siempre fiables. La literatura nos ha dado cientos de ejemplos de niños no sólo mentirosos, sino manipuladores y malvados y crueles. Por fortuna son una minoría, pero esos niños existen, y a veces -si se les toma en serio- pueden hacer mucho daño. Pero la realidad, ya lo sabemos, es una molestia incómoda que no conviene tener en cuenta cuando redactamos una ley.
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