El nombre del mercado

El Ayuntamiento va a reconocer con una placa en el mercado a Manuel Sánchez Arcas, el arquitecto que trabajó codo con codo junto a Eduardo Torroja en la redacción del proyecto. Soy fan del mercado. Paso casi a diario por este edificio, que es el vientre de la comarca. Me gusta cómo cambia la oferta de alimentos (no productos) de un día para otro y cómo oscilan los precios.

Me encanta que Pepe me seleccione los aguacates en función del día preciso en que los voy utilizar. Pepe es hermano del difunto Niño de las Coles y me cuenta cosas, cuando le tiro de la lengua, del colegio de la Bajadilla al que asistió de pequeño con Paco de Lucía. Pepe continúa exactamente en el lugar en el que el padre de los Lucía, Antonio Sánchez Pecino, tenía su puesto de telas y quincalla. Pepe me pregunta si voy a querer tagarninas o si me gustaron los espárragos que me vendió ayer. Y, de fondo, la cantinela de Jesús, que entona a grito pelado: “¡A euro, a euro, a euro...!”. “¿Qué tienes a euro?”, le pregunto. “Da igual –me dice–: yo grito eso y la gente se para y se acerca”. Y, entonces, cambia de frase: “¡Ay, qué buenas son, qué buenas son!”.

No es el único que pregona en la mañana. Con más ingenio, si cabe, hay otro que ofrece las merlas de Motril: “¡Tienen que ser robás!”, dice a gritos: “¡A ese precio tienen que ser robás!”.

Ahora entro a por la merluza. Es sábado y el jaleo y la reverberación del gran cielo blanco (así llamaba Torroja a su majestuosa cúpula rebajada de hormigón) crean una atmósfera festiva y antigua que no sabría decir. “¡Mira las gambas que ha traído José Mari!”, grita el propio José Mari con toda sus fuerzas mientras me pesa un ejemplar de kilo y medio. En seguida recupera el tono amable para preguntarme: “¿En rodajas?”

La señora que me ha cogido la vez le dice al vendedor: “¡Qué bueno estaba el gallo que me llevé la semana pasada, Jose!”. “Yo no te vendí gallo la semana pasada porque hace como seis meses que no traigo gallo”, contesta Jose con cierta sorna. La señora se apura: “¿Noooo?, pues yo diría que sí”. Y Jose, medio en broma, le lanza un dardo: “Me parece a mí que me estas engañando con otro pescadero”. La señora se defiende como puede: “¡Qué va, si yo solo te compro a ti!”, se excusa constatando el compromiso inquebrantable de fidelidad que debemos los clientes de la Plaza a nuestros proveedores.

Me voy feliz con mis bolsas pensando en cuánto sabe esta gente de marketing y branding y lo poco que importa aquí a nadie quiénes eran Torroja o Arcas. Quizá ese fue el verdadero logro de quienes diseñaron esta cúpula: que, después de noventa años guareciendo la naturaleza más pura de los algecireños de toda clase y cultura, lejos de nombres impuestos y placas aburridas, este sitio siga siendo sencillamente La Plaza.

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