Ojo del muelle
Rafa Máiquez
Ya tenemos el lío formado
Cambio de sentido
Amí se me importa poco/ que un gimnasta en la olimpiada/ se pase de un aro a otro”, desafino por burlerías (con erre) remedando aquella vieja letra. A diferencia de mis amigos –alguno, felicísimo, ha traspuesto en estos días a París– yo he pasado de los Juegos. Olímpicamente. No es pose ni boutade, gloria para las y los deportistas y para quienes los contempláis comiendo pipas en las tardes caliginosas, revoleados en el sofá. Sencillamente estoy a otra cosa. Aun así, resulta imposible –ni lo pretendo- evadirse de lo que ha ido sucediendo en París. Los Juegos trascienden el deporte, lo sé desde que con cuatro años me llevaron a ver Carros de fuego. Los Juegos son relato, el más exitoso por los siglos de los siglos, que es el épico. Sucede que, de un tiempo a esta parte, reverberado por las redes sociales, el gran relato estalla en fragmentos, en miles de discursos, imágenes, vídeos, símbolos, anécdotas… Por supuesto, dicha metralla se emplea en una empecinada batalla cultural. Y ahí sí que vengo yo a gozarlo.
Porque ha sido un gozo asistir al delirio –no de contenido sino de forma– de la inauguración, y a la no menos delirante rasgada de vestiduras (“¡Con Mahoma no se atreven!”) ante la evocación de la Santa Cena de Da Vinci. Me duele que aún nadie haya traído a colación la versión del gran Pepe Espaliú, sin duda mi prefe. Por no hablar de la que han montado con Khelif por mujeraza. Se nos ha partido el corazón con el llanto de Carolina Marín y su humilde reverencia. Hemos pedido el oro para el magnífico joven de la pértiga, y hemos empatizado a tope con la china que no entiende por qué sus compañeras de podio muerden la medalla. Me pasa igual cuando me hago una foto con colegas que sacan el morro o la lengua. Tampoco he comprendido –llamadme antigua– que el breakdance sea deporte olímpico. Cuidado, que a este paso van a hacer olímpicos los toros (¡lo que nos faltaba!). Han quedado para los anales fotazas como la del dios surfero o la del turco que dispara sin pamplinas. Hay algo familiar en él, como si lo conociéramos del barrio de toda la vida. Lo que no jamo –discúlpenme los romanticoides– son las populosas pedidas de mano, con ofrenda de anillo olímpico a pie de pista, quizá exportadas desde aquí, donde es común ver numeritos similares en ferias, romerías e incluso en procesiones. Solo espero que no se exporte lo de la madrina-suegra cantando por rumbas a pie de podio a su yerno medallista. Que Los Ángeles 2028 nos pillen confesaos.
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