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Puede ser una cepa especialmente virulenta (como la del coronavirus) cuyo contagio se extienda con devastadora rapidez en esta era de ciudades densamente pobladas y viajes aéreos intercontinentales. O tal vez el descontrol de alguno de los conflictos bélicos que asolan el mundo y que, más allá de todo límite racional, culminen en el uso de armas nucleares. O quizá sea un acontecimiento completamente fuera del control humano como el choque de un asteroide, un terremoto, una erupción volcánica o tremendas inundaciones provocadas por fenómenos meteorológicos extremos como los que en estos días han arrasado el Levante español. Cualquiera de estos sucesos puede ser el detonante para alertarnos de que el mundo, tal como lo conocemos, está llegando a su fin.
Lo inquietante es que lo que separa nuestra confortable y tecnologizada civilización de una sociedad salvaje en la que reine el caos, es una línea extremadamente delgada. Bastan unos pocos días sin fuentes de energía (cortes en el suministro eléctrico, gasolineras sin combustibles, red de agua potable inutilizada…) para que la gente entre en pánico y empiece a asaltar tiendas y supermercados en busca de alimentos o, aprovechándose de que las fuerzas del orden son incapaces de atender a todos los frentes, desvalijar viviendas y comercios en pos de bienes materiales que, irónicamente, ya no les servirán para nada. En muy poco tiempo se formarán bandas de buscadores de desperdicios que acapararán los alimentos que queden y atacarán sin piedad a quienes estén menos organizados o armados que ellos. Un escenario sombrío y violento muy parecido a los mundos postapocalípticos que vimos retratados en Mad Max o en la novela de Corman McCarthy La carretera.
De repente, las personas que viven sin esfuerzo su cotidianidad rodeados por sofisticados artilugios de moderna tecnología, se verán desconectadas de la civilización que las sustenta y caerán en la cuenta de que son asombrosamente ignorantes hasta de los aspectos más básicos de la subsistencia: cazar, pescar o recolectar alimentos. Pronto comprobarán que sus habilidades de supervivencia se han atrofiado hasta el punto de que los urbanitas serán incapaces de sustentarse sin el soporte de la civilización, aquel que, como por arte de magia, hace aparecer comida en las estanterías de los supermercados o prendas de vestir en las perchas de las tiendas de ropa.
Si el acontecimiento catastrófico se extiende en el tiempo, la humanidad degenerará indefectiblemente hasta la tecnología de la Edad Media primero y a la Edad de Piedra después, donde como cazadores-recolectores solo sobrevivirán los más fuertes. Como dice el narrador de La carretera: “En la oscuridad el hombre pierde su humanidad y se convierte en un lobo para el hombre”.
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