
Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De lección
Paisaje urbano
Cuentan que, con ocasión de la renuncia del Padre Kolvenbach como General de los jesuitas, en la Compañía desconcertó un tanto el interés de la Secretaría de Estado para que en la Congregación encargada de elegir a su sucesor tuviese especial protagonismo el entonces provincial argentino, hombre de la confianza de Roma y que siempre mantuvo una prudente distancia con las visiones más proféticas de sus compañeros jesuitas de Latinoamérica. Se trataba de evitar las disputas y recelos que tantos disgustos dieron a Juan Pablo II con ocasión de la sucesión del Padre Arrupe, pues contrariamente a lo que las etiquetas sugieren, el cardenal Jorge Mario Bergoglio nunca fue considerado desde la Compañía como del ala progresista.
Pese a ello, y de la misma forma que en su labor como arzobispo de Buenos Aires, en circunstancias difíciles, hizo lo que creyó mejor para su Iglesia y su gente, ya como papa Francisco impuso su visión austral de una Iglesia mucho más universal, focalizando su carisma más en lo evangélico que en lo doctrinal. Un papado valiente y muy gestual, promoviendo especialmente valores no demasiado explotados hasta entonces como la vida en comunidad o la sinodalidad como mejor expresión de esa “Iglesia en salida”, como le gustaba repetir, apostando por una mayor interconexión entre sus representantes y los destinatarios del mensaje de Cristo. Una Iglesia especialmente volcada hacia los más desfavorecidos, reconocidos en tantos migrantes y refugiados sin tierra producto de las desigualdades y las guerras. Una Iglesia misionera, buscadora de una sociedad más fraterna y solidaria (núcleo de su tercera encíclica, Fratelli Tutti), y que tampoco eludió debates actuales como el del medio ambiente, tratado en su controvertida LaudatoSi sobre el cuidado de la casa común.
Sin haber sido Francisco ese Papa rompedor y cismático que algunos han querido ver, lo cierto es que, a su manera, ha marcado un nuevo tiempo, variando su rumbo hacia una visión mucho más abierta de la sociedad y de la Iglesia misma, del que sospecho su sucesor tampoco se apartará tanto. Y aunque no haya gozado del prestigio intelectual de su antecesor, sus muchos escritos y charlas siempre han tenido la luminosidad y la calidez de los hombres del sur. Quizás por eso nadie como él ha hablado tanto, y tan bien, de nuestras expresiones de religiosidad popular, aunque siempre nos quedará la espina de no haberlo tenido por aquí para constatarlo.
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