El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Italia ha sido el primer país europeo en poner en práctica esa nueva y estrafalaria estrategia de deportar (“transferir”) a un tercer país a quienes arriban a sus costas en busca de un futuro mejor. Estas “transferencias” de migrantes son fruto de un acuerdo, no exento de obstáculos judiciales, entre Roma y el Gobierno de Albania para enviar hasta aquel país a migrantes de origen africano.
Ya Reino Unido concibió en 2022 las deportaciones de migrantes a terceros países como una manera de contentar a un electorado que exigía medidas drásticas contra la llegada masiva de extranjeros no documentados: “si no podemos conocer el país de origen del migrante o ese país emisor no acepta la devolución, lo mandamos a un tercer país”, explicó el anterior Gobierno. Sin embargo, los recientes cambios en Downing Street han paralizado el llamado Plan Ruanda con el que Londres pretendía mandar para siempre a Kigali a más de cincuenta mil extranjeros que residen de manera ilegal en Gran Bretaña.
Reino Unido, sin embargo, no inventó lo de las deportaciones a terceros países. Australia lo empezó a hacer ya en 2013, enviando a los “sin papeles” a Papúa Nueva Guinea y Nauru. Israel, por su parte, en 2018, también elaboró un plan de deportación de migrantes africanos a Ruanda y Uganda que, finalmente, no vio nunca la luz. Dinamarca está ya en conversaciones con Egipto y Ruanda (ya se ve que Ruanda está siempre disponible). Y Bruselas, que no quiere que en esto vaya por libre cada país, ha aclarado que la legislación europea no permite centros de deportación en países fuera de la UE.
Alemania, Francia, Bélgica y España lideran la oposición a las deportaciones, porque son caras, poco eficaces e inhumanas. Es precisamente Pedro Sánchez el principal opositor a la externalización de la gestión migratoria. Llama la atención su beligerancia en este asunto porque precisamente el Gobierno de España abona a Rabat 30 millones de euros anuales para que la Gendarmería impida que los migrantes salten la valla de Ceuta o Melilla o se embarquen en pateras clandestinas hacia el Campo de Gibraltar. Gracias a ese acuerdo hispano-marroquí, muchos migrantes de países subsaharianos acaban varados en Marruecos, sin poder desplazarse al país de Europa al que aspiraban llegar ni poder regresar al suyo, lo que, al final, acaba siendo igual de inhumano y estrafalario que una deportación a un tercer país.
Nadie duda de que estas innovaciones fronterizas son fruto del auge social de una extrema derecha que exige medidas drásticas frente al fenómeno migratorio, visto como una amenaza a la seguridad y a los valores de la cultura local. Son los tiempos.
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