El partido del siglo

05 de abril 2025 - 03:06

El ventanal se abre como una pantalla de cine a varios edificios, pero lo que se ve se parece más una página de 13, rúe del percebe que a las vistas de Greenwich Village que tenía LB Jefferies cuando se partió una pierna.

Enfrente forman como un regimiento las ventanas de dos bloques por las que es difícil atisbar cualquier actividad. Por la noche se ven sombras que pasan y se intuye el jaleo de la cena. De día, una niña pequeña que juega con un globo en la terraza, un abuelo que sale a fumar con la mirada perdida y una chica que se afana en restaurar viejos muebles, quizás encontrados abajo, junto a los contenedores de basura soterrados.

Hoy ni eso. La borrasca apenas deja ver como parpadea la luz de las teles encendidas. En todas las casas menos en una. En el primero, a la izquierda, la fuerte lluvia de marzo trae jaleo. Una pelota de fútbol corre de un lado a otro, se enreda en la cortina y unas manos pequeñas la rescatan de inmediato. Y vuelta a empezar. De escorzo, otro niño recorta, dribla y dispara, quizás, a gol.

Fuera cae la que no se recuerda. Los parques están cerrados. En las plazas no hay ni un alma y por las calles corre un río de bendita agua. Pero en aquel salón se disputa una final de la Champions. La madre pasa, se asoma y sonríe. Los niños ni la ven. Están tan metidos en el juego que no notarían ni un dragón que se posara en el alféizar. Se nota que se vale fuerte. Uno lleva guantes de portero. Se estira. Parece que la para, pero no hay tiempo de celebrar lo mucho. El juego vuelve a empezar, intenso.

Al día siguiente llueve con más fuerza. Todas las ventanas están cerradas y las cortinas, echadas. Menos en el primero, el de la izquierda, donde en el suelo aparece extendida una alfombra de césped artificial con sus líneas blancas que delimitan lo que parece una pequeña portería. El partido sigue, ahora con medias y botas de fútbol, con camisetas de vivos colores. Una borrasca tras otra, los dos hermanos continúan una eterna semifinal de la Copa del Rey, quizás en el Bernabéu o en el Camp Nou, sin parar, hora tras hora.

Pasan una semana, dos, y de repente una mañana sale el sol. Por la ventana ya no se ve el césped, ni la portería, ni los dos hermanos jugando al fútbol. Estarán en el parque. Es verdad, son pequeños todavía, pero un día recordaran estos días en los que su madre no dejó que la lluvia les amargara el partido.

En la terraza de arriba una pareja coloca una pequeña mesa a mediodía y deposita bandejas con comida. Hace ya calorcito y bromean. Se enseñan cosas con el móvil. Ya no recuerdan el temporal, ni la sequía que lo precedió, ajenos a que, durante 20 días, en el piso de abajo se jugó al fútbol de verdad. El que no sale en la tele. El que marca de por vida.

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