Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Un drama
De noche, en la aldea de Palmones, hay un misterio extraño que viene de la luz. O de su falta, que es casi lo mismo, sobre todo si uno se aleja del paseo marítimo y la Plaza del Mar. Dicen que de cada cuatro farolas solo una tiene aliento para encenderse, y ni siquiera completa el esfuerzo. Se trata de unas farolas dobles, con dos bombillas, como si sospecharan desde su nacimiento que tendrían una vida corta y mal pagada. Pero de esas dos luces posibles, solo una titila, cansada, a veces con un parpadeo de último aviso. Se apaga, después vuelve, y al fin, cuando crees que te puedes fiar, se rinde de nuevo en un suspiro. Así que uno camina bajo esa luz a medias, o bajo ninguna, y llega a preguntarse si no es mejor andar a oscuras del todo.
Los vecinos se han resignado a los apagones y las penumbras. Hablan de “lugares oscuros” como quien menciona montañas lejanas, y lo hacen con esa mezcla de ironía y temor callado de quien ya no espera otra cosa, mientras los pescadores nocturnos vuelven a casa tanteando el aire y las formas.
Dicen también los vecinos que tanta negrura favorece los alijos a deshora y que el contrabando sigue latiendo en la oscuridad, como late el propio río Palmones, devolviendo un eco sordo a los pasos de quienes rondan la orilla. Los piratas, que antes acechaban desde el agua, ahora lo hacen desde tierra firme. Y la ‘Torre de entre ríos’, inmóvil en su parque, parece saberlo todo sin confesar nada, recelosa aún de quienes transitan bajo sus muros. La torre cuadrada, fuera de época, fue construida en un tiempo en el que se tenían otras ideas de la seguridad, o de lo que el rey Felipe II y sus comendadores llamaban “la custodia” de los puertos y las costas. Ahí sigue, con su único ventanuco y sus piedras torcidas, guardando los misterios de otras épocas, y mirando a un Palmones que ya no se distingue tan bien desde el cielo.
Palmones, sin embargo, es hermoso. Los visitantes lo saben bien: por el día, azul y verde, fresco y lleno de sabor, la aldea se entrega sin reparos, y entonces parece un pueblo casi ingenuo, que aún guarda la pureza de las marismas, y que se deja degustar a través de sus platos marineros. Pero, cuando cae la noche, algo calla. Es otro Palmones el que empieza a latir entonces, el de los rumores apagados, el de los pasos ligeros, el de los anarquistas de otros siglos que todavía rondan las callejas de la mano con los piratas berberiscos, los cargamentos al margen y los secretos.
Así que al final del paseo, cuando el último restaurante cierra y queda solo una bombilla a lo lejos, piensas en lo curioso de esta oscuridad incompleta. Palmones ha decidido, o quizás lo han decidido, quedarse a medio ver.
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