
Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Nos lavamos más las manos?
Algeciras, como tantas otras ciudades del sur, tiene un clima templado, plazas amplias y parques que, al caer la tarde, deberían resonar con el eco de gritos infantiles. Sin embargo, el silencio se apodera de estos espacios. Si no fuera por las familias marroquíes, cuya presencia llena de vida rincones como la Plaza Alta o el mercado Ingeniero Torroja, estas calles estarían huérfanas de niños. Son ellos, hijos de emigrantes pero nacidos aquí, quienes aún corren tras un balón, meriendan bajo el cielo abierto o se lanzan por los toboganes del parque María Cristina hasta que cae la noche.
La proporción es abrumadora. Por cada grupo de “niños cristianos” –si acaso aparecen–, hay tres o cuatro pequeños de ojos oscuros y risa sonora que reivindican, a su manera, el derecho a habitar el espacio público. ¿Qué ha pasado con los demás? ¿Dónde están los hijos de aquellos que, no hace tanto, jugaban en las calles como si fueran extensiones de sus propias casas?
El cambio ha sido gradual, como quien se acostumbra al lento deslizamiento de una sombra. Según un estudio reciente, solo el 27% de los niños juega regularmente al aire libre. Hace una generación, el porcentaje era del 71%. En algún momento, las calles comenzaron a parecer peligrosas. Aunque las estadísticas indican lo contrario, creció la sensación de que algo acechaba ahí fuera: coches, desconocidos, incertidumbre.
Entonces, los niños se retiraron. Primero a las urbanizaciones cerradas. Después, a las aulas de las actividades extraescolares: inglés, música, deportes, baile. Y finalmente, a las pantallas. La televisión, que en los años 90 ofrecía programación infantil en franjas horarias limitadas, dio paso al streaming infinito, los videojuegos y las redes sociales. La alternativa a la calle no solo era más atractiva, también parecía más segura. Una falsa sensación de control.
Pero el precio de este repliegue es alto. La calle no es solo un lugar; es un campo de aprendizaje. Allí, los niños tropiezan, caen, se levantan. En las plazas practican sus habilidades sociales, aprenden a negociar reglas de un juego inventado al vuelo o se enfrentan a la incomodidad de un “no quiero jugar contigo”. La calle es también un territorio de diversidad: diferentes edades, culturas, acentos. Nada de esto ocurre frente a una pantalla, donde las amistades se eligen con algoritmos y los conflictos se resuelven con un clic.
Mientras tanto, las nuevas generaciones crecen más tímidas, más prudentes. En Algeciras, los pocos niños que aún juegan en la calle nos enseñan lo que hemos perdido. Se cuelgan de los columpios, se empujan, se ríen. Y están trabajando, porque jugar es su obligación principal.
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