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David Fernández
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Monticello
Afavor de una regulación severa, con amplias prohibiciones, de esa actividad económica, la del piso turístico, en la que España es vanguardia, pueden esgrimirse argumentos redistributivos que apuntan a la función social de la propiedad. En un contexto objetivo de carestía de viviendas, padecido fundamentalmente por jóvenes sin recursos, es una finalidad más que legítima evitar que el mercado, ya sea en una proporción, corrompa un concepto básico. La raíz latina del término, vivenda, es aquí expresiva: se trata, ni más ni menos, de un lugar en que se ha de vivir. El piso turístico es, conceptualmente, lo contrario: un no vivir. En mi ciudad, Sevilla, la traición de la izquierda, narcotizada por la ambición turística, al ideal redistributivo o humanista en este ámbito, fue más que ostentosa. En todo caso, no carguemos sólo estas tintas. Hablemos también de los pisos para turistas y de los conservadores, y empecemos, para ello, por un maestro, Robert Scruton. La irreligiosidad de la ciudad moderna, dijo el inglés, es la propia de un lugar que pierde su rostro y que, sin esa identidad, derrocha también el sentido de la comunidad en sus espacios. El feísmo de la atrocidad urbanística identifica bien una vileza destructiva y ahí queda el franquismo como ejemplo. Pero hay también una vileza, ética y estética, en convertir paulatinamente, bajo el argumento de la utilidad mercantil, moradas duraderas en desiertos espirituales; en quebrar esa continuidad que se renueva en las ciudades con el cambio de generación y la acogida de foráneos. Nuestras viejas villas han sido síntesis de tradición y cambio, también han aglomerado el talento y ejercido la hospitalidad, pero sin perder su identidad moral y su orgullo como espacio cívico. Este logro lo sostenía el concepto de vecindad. En la misma ciudad, Sevilla, donde uno contempló la traición socialista, puede observar ahora la igual de infame traición conservadora. Aunque esto, claro, no es una experiencia privativa hispalense. Si en otras latitudes, socialistas y conservadores convergen en la protección de una idea municipal de comunidad y belleza, esto no ocurre así en España. Converge aquí el liberalismo de lo grotesco. Pero, seamos justos. Quienes promueven esta desregulación han recibido el sufragio y los vecinos no estamos realmente en armas contra la degradación vital de nuestros espacios históricos. Se trata así de una cuestión puramente democrática. La fealdad y el ruido también nos representan. Y ya lo dijo el juez Holmes, si una comunidad quiere irse al infierno está en su derecho.
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