Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Dónde están mis cuatro euros?
No vengo aquí a hablar del mío. O, tal vez, sí. Tal vez evocar a los Machado sea evocar a todos los hermanos del mundo. Su unión habría de retumbar en nuestras almas acomodadas cuando nos corrompe el poderoso caballero don Dinero, al que abre la puerta la muerte paterna. O cuando en casa la cosa se complica y decidimos que los errores de los padres sean también los nuestros: los hermanos que dejen que los fallos de los adultos dinamiten su amor estarán traicionando los principios más básicos de la relación fraternal.
Decía que no venía aquí a hablar de mi hermano. O, tal vez, sí. Vengo a hablar de Manuel, que es también hablar de Antonio. El tiempo y el irreductible testimonio de a quienes durante mucho tiempo no quisimos escuchar han contribuido a que cada vez seamos más conscientes de que hablar de Antonio es hablar también de Manuel. Hermanos en lo carnal y en lo artístico, hermanos en el París de Wilde, Moréas, Rubén Darío y los ecos de Verlaine, hermanos entre bambalinas, hermanos en los prostíbulos de Montmartre. Uno pensó en el otro cuando el 18 de julio el tren Burgos-Madrid salió antes de lo previsto; el otro pensó en el uno cuando no lo vio en el andén cogido del brazo de su mujer.
Lo que a partir de entonces sucedió de sobra es conocido: comenzaron a construirse falazmente los cimientos de que cada uno representaba a las dos Españas. Menos extendido, seguramente por inconveniencia, está el hecho de que Manuel llegó a ser encarcelado por los sublevados y jamás despertó la simpatía de esa parte de “la nueva España” que lo consideraba un falso converso. Unos sonetos muy cutres dedicados a Franco y José Antonio Primo de Rivera lo han mantenido injustamente postergado. Como dice Trapiello en Las armas y las letras, el miedo, un miedo lícito, es una de las muchas respuestas que pueden darse a la pregunta de por qué razón el poeta, “que había sido y era una persona de talante liberal, amante de las libertades y hombre de letras, prestaba su voz a unos militares que negaban casi todo aquello por lo que él había luchado”.
España se ha arrogado durante mucho tiempo el derecho a enfrentar a dos hermanos que jamás dejaron de quererse. Es esencial acercarse al maravilloso libro de Pérez Azaustre que relata el viaje que en 1939 Manuel emprendió a Collioure cuando recibió la noticia de que Antonio había muerto. No tenía por qué. Para cuando llegase ya habría sido enterrado. En un país destrozado y asolado por la barbarie hubiera sido entendible que guardase el luto en Burgos. Cuando arribó al pueblecito francés permaneció dos días en el cementerio. No solo Antonio se convierte en el ejemplo del horror de la Guerra Civil. También Manuel llorando la tumba de su hermano, que sin duda fue la suya.
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