Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
La colmena
Mitad de vacaciones y ya he agotado las reservas de vodka, whisky y ginebra de todo un año. No me he vuelto alcohólica (al menos en la vida real), pero he sucumbido ante Raymond Carver y he terminado exhausta. Me he bebido dos volúmenes de sus relatos de “realismo sucio”, lacónicos y minimalistas, jodidamente lacerantes, con el ritmo de las series de Netflix. Ni un solo final feliz; casi ni esperanza. Gente corriente en un mundo dolorosamente cotidiano habitado por borrachos y perdedores que se deslizan en un presente inexorable de desidia, tragedias e infortunios.
El escritor norteamericano fascina o deprime. Hijo de una camarera y un aserrador de Arkansas, transitó medio siglo XX pudiendo ser el protagonista de cualquiera de sus ficciones con solo dejar en el aire el final. Porque precisamente su historia sí tuvo un cierre inapelable y abrupto: murió a los 50 de un cáncer de pulmón justo cuando había logrado salir del alcoholismo y empezaba a ser reconocido por la crítica como uno de los mejores cuentistas del momento.
Pero su sencillez es solo un espejismo. La aparente desnudez con que escribe, blandiendo el idioma a modo de “cuchilla” como diría Tim O’Brien, contrasta con la profundidad de lo que cuenta. El relato que da nombre a uno de sus libros más conocido, Principiantes, todavía sobrecoge por la naturalidad con que nos lleva al complejo terreno de la violencia machista antes siquiera de saber qué era la violencia machista. “De qué hablamos cuando hablamos de amor” transita por lo carnal de la sexualidad, lo sentimental de lo idílico y lo gris de la rutina deteniéndose en la escuela del “patéame-y-así-sabré-que-me-quieres”. Amor o locura. ¿Amor anormal?
Carver nos sitúa, sin red, frente al abismo de lo corriente. Y eso incomoda, nos revuelve, molesta. ¿Por qué leer a alguien así? Me lo pregunto con la misma incredulidad, tal vez sea ingenuidad, con que veo a un tipo salido de un cómic ganar las primarias en Argentina. Otro Trump. Con lo tentador que es escondernos en nuestra burbuja en blanco y negro. Incluso a la hora de votar; especialmente a la hora de votar. Mensajes ramplones y efectistas que nos dicen lo que queremos escuchar; sin importar si es irreal. El ultra Javier Milei proclama el “fin de la casta”, dice descubrir el engaño de la “justicia social” y se arroga adalid de la “libertad”. Otro más.
“Te-quiero-zorra” es una contradicción pero también un atajo para asumir, desde lo visceral, que siempre hay unos que manipulan y otros que se dejan, que sobreviven. De que siempre hemos sido, en lo público y en lo privado, principiantes.
También te puede interesar
Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Cambio de sentido
Carmen Camacho
La ley del deseo
Contraquerencia
Gloria Sánchez-Grande
Los frutos carnosos y otras burocracias de Tosantos
La ciudad y los días
Carlos Colón
El Gran Hedor
Lo último