Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Hace ya muchos años que no me acerco al real de la Feria, fundamentalmente porque le tengo aversión a dos circunstancias que son inherentes a tan singular recinto: la aglomeración de gente y un ruido tan ensordecedor que acobarda hasta a los sonómetros.
Sin embargo, aunque ahora no me llevarían a la Feria ni a punta de pistola, hubo un tiempo en que, como niño que era, me maravillaban los espectáculos y atracciones que (en aquel mundo sin televisión) durante una semana sacaban a la ciudad de su sórdida monotonía. No eran ni las casetas, ni las atracciones o las tómbolas mis sitios preferidos ya que, con la excepción, si acaso, de los puestos de turrón (un dulce que entonces solo se comía en el tiempo de feria), lo que más llamaba mi atención eran las barracas ambulantes en que se ofrecían representaciones inverosímiles o se exhibían fenómenos extraordinarios. Recuerdo sentir fascinación por la puesta en escena de la ejecución en la silla eléctrica de Caryl Chessman, el asesino de la luz roja (colocaba una sirena de policía en su coche para sorprender a sus víctimas). Fue condenado a muerte y aunque se le ajustició en la cámara de gas, los feriantes obviaron ese pequeño detalle y recrearon su electrocución. Se abría el telón y bajo una especie de luz estroboscópica aparecía un tipo atado con correas a la silla y con el cuerpo lleno de cables. Una voz en off narraba la poca edificante vida del condenado y, de pronto, se accionaba una palanca y el reo empezaba a realizar exagerados movimientos espasmódicos mientras una densa humareda invadía la zona de los espectadores.
El monstruo de Guatemala era otra “frikada” muy popular. Un ser terrorífico (en realidad, una especie de mono despeluchado, comido por las moscas e indiferente a los espectadores) surgió de las entrañas de la tierra guatemalteca a raíz de un terremoto… para que sus espabilados “representantes¨ le exhibieran de feria en feria. Del mismo estilo fraudulento eran la mujer de dos cabezas, la mujer serpiente y la mujer araña (un prodigioso engendro que triunfaba en estos espectáculos cutres mucho antes de que conociéramos a Spiderman).
Con todo, para mí, la joya de la corona de la feria era El Muro de la Muerte: dentro de un cilindro de madera, unos motoristas giraban a gran velocidad subiéndose, literalmente, por las paredes venciendo a la gravedad gracias a la fricción y la fuerza centrífuga (unas leyes de la física para nosotros entonces desconocidas). Desde arriba, los espectadores contemplábamos como los pilotos ascendían hasta el mismo borde del tubo mientras realizaban acrobacias encima de la moto (soltarse de manos, colocarse de espalda, conducir con los ojos vendados…). Eran tiempos de ingenuidad en que creíamos en encantamientos y prodigios. Algo de lo que. poco a poco, nos fue curando la edad.
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