Diafragma 2.8
De piedras
Según va pasando el tiempo y nos vamos haciendo mayores, se nos van revelando con extraordinaria nitidez las sensaciones de aquellas navidades que vivimos de niños y que, aún siendo infinitamente más modestas que las actuales, nos ilusionaban de tal forma que pareciese que fuésemos tan protagonistas del acontecimiento como los pastorcillos que acudían al portal a adorar al niño Jesús.
Era un tiempo en que la Navidad tenía un carácter eminentemente hogareño y se circunscribía a celebrar con parientes y allegados la buena nueva del nacimiento de Cristo. Solo había una fiesta con regalos, la noche de Reyes, en la que a pesar del esmero que poníamos en especificar en nuestras cartas a Sus Majestades lo bien que nos habíamos portado, lo buenos estudiantes que éramos y lo mucho que ayudábamos en las tareas de casa, nunca conseguíamos convencerlos de que nos dejasen el balón de fútbol, el tren eléctrico ni ¡mucho menos! una bicicleta. Los Reyes solucionaban la papeleta de manera rápida: nos colocaban la caja de Juegos Reunidos Geyper, un regalo “transversal” que servía para todos los hermanos e incluso para padres, tíos y abuelos.
Primaban el ambiente y la celebración sobre el valor de los obsequios y regalos. La caja de polvorones que al aproximarse la fecha entraba en nuestra casa era el anuncio de los exquisitos manjares navideños. Mantecados, roscos de vino, alfajores… se alternaban en los platos con los dulces caseros que hacia nuestra madre, pestiños y borrachuelos que, excepcionalmente, nos dejaban acompañar con una copita de anís de La Castellana o de Ponche Caballero. En vista de que ni gambas ni langostinos eran especies biológicas con las que estuviésemos familiarizados, los protagonistas de la comida navideña eran el pollo -de campo- (entonces un bien escaso o casi de lujo) o el pavo que la gente elegía entre las piaras que los paveros paseaban por las calles en esos días estratégicos.
Sin el influjo de la casi inexistente televisión, el entretenimiento estaba en la calle viendo a las rondallas o visitando los sitios en que alguien construía un belén y asistiendo al acto estrella de la navidad: la misa del gallo. Progresivamente la fiesta se fue mercantilizando y nuevos “actores” tomaron protagonismo: los arbolitos que desplazaron al portal de Belén de la sala de estar; Papá Noel, una figura inexistente hasta entonces en el imaginario infantil, compitiendo a cara de perro en la oferta de regalos con los Reyes Magos y responsable de que aparezcan como clones, ridículos muñecos colgando de los balcones. Entonces disfrutábamos con el recogimiento espiritual antes que con el jaleo y la algarabía y cantábamos un villancico que ahora pocos conocen: Gloria in excelsis Deo et in terra pax homnibus bonae voluntatis.
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