
Frontera Sur
José Ángel Cadelo
Muros divisorios en el cementerio
Postdata
En este tiempo de verdades difusas, el relativismo moral ha enraizado en las conciencias como un signo de civismo y de sensatez. No siendo, creo, la posición mayoritaria entre los filósofos, sí lo es en una sociedad que reniega de los llamados “hechos morales”, esto es, de que existan acciones o situaciones que son en sí mismas buenas o malas. Frente al realismo moral, la tesis relativista rechaza la validez absoluta de esos hechos, vinculando su calificación al contexto cultural, social o histórico en el que haya de valorarse su moralidad.
No ignoro lo insufribles que resultan determinados realistas morales. Es el caso, por ejemplo, de los fundamentalistas religiosos que, falsamente, tachan de relativistas a cuantos no piensan exactamente como ellos. Sin duda, ésta puede ser una de las principales razones del triunfo relativista entre los no filósofos. No cabe, sin embargo, olvidar las erróneas consecuencias del relativismo. Si el juicio de una conducta concreta depende de cada época, de cada desarrollo y de cada cual, estamos muy cerca del subjetivismo, una actitud que elimina toda posibilidad de debate y disuelve la noción misma de moral. De este modo, el relativismo moral se convierte en una forma de amoralidad. Al igual que los realistas fanáticos, los relativistas impiden la búsqueda –siempre necesaria– de una moral compartida, únicamente posible a partir del diálogo y del respeto a la realidad imparcial y neutra.
Me parecen especialmente equivocados todos aquellos –hoy legión– que se afirman relativistas y, al tiempo, adalides de los derechos humanos fundamentales. No hay manera de conciliar ambas posturas: tales derechos son una prueba indiscutible que avala el objetivismo moral. Defender la Declaración Universal de los Derechos Humanos implica ser antirrelativista. Dicho texto no acarrea la imposición de una moral cerrada, sino la orientación hacia la adecuada estructura de un mundo menos cruel y mejor.
Y es que el relativismo no nos hace más tolerantes, sino más indiferentes. “Es absolutamente demencial, señala David Cerdá, que alguien se autodenomine “progresista” y esté dispuesto a un retroceso en los estándares éticos”. Semejante contradicción se asume ahora con boba condescendencia y enormes tragaderas buenistas. No. Oponernos a cuanto vaya en contra de esa moral universal, que pertenece a la humanidad en su conjunto, constituye nuestro inderogable deber y nuestra mayor honra.
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