Religión y poder

01 de septiembre 2024 - 03:07

Observando el gran número de festividades y celebraciones que le dedicamos a lo largo del año (y muy especialmente en verano) a vírgenes, cristos y santos, no he podido menos que recordar las reflexiones que hacía el Altísimo con ocasión de su visita la Tierra en La Tournée de Dios, la “novela casi divina” que escribió Enrique Jardiel Poncela. “¿A qué viene lo de orar a docenas de Vírgenes distintas y asegurar que esta es más milagrosa que aquella? ¿Qué clase de barullo confuso, de galimatías embrollado, habéis hecho de mi sencillísima religión? ¿Cómo después de esto, podéis creer que estoy con vosotros?”. Cuando el Dios de Jardiel baja de los cielos se queja de la cantidad de trabajo que los españoles le encomendamos y del fastidio que le supone toda la parafernalia religiosa que a modo de merchandising sagrado hemos fabricado en su nombre. “¿Es que acaso pensáis que tengo yo algo que ver con vuestros desfiles, vuestras procesiones, con vuestros millares de imágenes y vuestros centenares de oraciones?”.

No le falta razón al divino personaje porque, paradójicamente, en un tiempo en que el Estado se declara laico es cuando más presencia tiene la religión en asuntos “civiles”. Todas las religiones, sin excepción, solo crecen en la fértil tierra de la incultura y con el abono de la ignorancia y, de alguna forma, la religiosidad se asemeja a la infancia, es decir, su característica esencial es la credulidad. Los cuentos sirven a la imaginación, al desarrollo de los sentimientos y a la emotividad. El problema surge cuando preferimos seguir siendo niños toda la vida y no madurar lo suficiente como para tener que preguntarnos por la verdad contenida en cada uno de los credos que se nos han enseñado. Seguramente sea España el país con más vírgenes del mundo y lo asombroso es que cada pueblo tiene la suya, con una idiosincrasia propia. Los asturianos tienen a la Santiña de Covadonga, inspiradora de la Reconquista, los madrileños veneran a la Paloma, los maños a la del Pilar, los andaluces –a la más guapa– la del Rocío… y hasta los catalanes tienen a la virgen negra de Montserrat.

Los creyentes consideran a sus vírgenes como una suerte de segunda madre que complementa, en el sentido espiritual, a la biológica. Como los niños que emocionalmente somos, dejamos en las manos de nuestra “madre” la solución de los problemas de la vida cotidiana o, en caso de extrema dificultad, recurrimos a ella para que interceda por nosotros ante superiores instancias divinas. Lo curioso es que los mismos gobernantes que antes adjuraban de la beatería de los españoles ahora han encontrado un chollo en dejar que sean entes celestiales (en vez de ellos) los interlocutores de la gente, al punto que no hay pueblo que se precie que no tenga una virgen de alcaldesa perpetua o, al menos, de reputada concejala. A propósito de la fe, ya lo dijo Tertuliano, Padre de la Iglesia: “Credo quia absurdum” (“Creo porque es absurdo”).

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