Reseñas
Temidas y deseadas, prosaicas e inigualables, justificadas y caprichosas, nocivas y bienintencionadas. Uno o lo otro, lo otro o lo uno, pero masivas. Las reseñas se han convertido en el MBA de restaurantes, comercios y cuidadores de perritos. Son el Pepito Grillo que nos protege y que nos dice esto sí y esto no. Por imperativo social acaban por volvernos lelos como los chocapiñas del Mercadona y dejamos que nos atrofien el morboso gusto por lo desconocido. Convertidos hoy en seres asustadizos, hemos dejado de atrevernos a guiarnos por la intuición que nace de la coyuntura. No confiamos en nuestra perspicacia, y así el camarero, cara de bobo y gota de sudor en sien, se nos queda mirando mientras espera a que nosotros, memazos internautas, saquemos el móvil en la puerta del restaurante para ver cómo otros han comido antes por nosotros.
Amenaza hoy el silencio por miedo a los autos de fe, y también los mendas nos autovulneramos derechos tácitos y maravillosos como el de averiguar por nuestros propios medios, sin la manita de mamá Google, que la frutera de la esquina es un trocico de pan, que el de la ferretería da la turra o que vaya puto asco esa tasca de ahí. Y, sin embargo, magnífica ágora esta de las reseñas, oiga, donde la indignación por un servicio mal prestado nos quita la vergüenza a quedar como idiotas.
Buscando tintorería en el barrio di con una señora que se quejaba de que le habían tirado una alfombra que llevaba tres años sin recoger. Agárrame los pavos, que diría Rosa Belmonte. De los Morasol, encantadores y puros cines de los que escasean en Madrid, otro afeaba que no tuviesen asientos de esos que les das a un botoncito y se echan hacia atrás. Vete para tu casa, carcamal, que ahí sí te puedes echar hacia atrás hasta desnucarte. Y de un restaurante un gracioso dijo que “el personal muy amable”, pero que “una pena el cocido” porque su madre, “que en paz descanse, lo hacía más rico”. La verdadera pena es que su problema tiene difícil solución porque anda la señora en horizontal y en el más allá no hay garbanzos. Pobres dueños. No cotiza aguantar a tanto titán. Cuando acudamos a las reseñas para que nos digan dónde ir, hay que llamar a nuestras madres. El tipo del restaurante, ya se sabe, no puede. “Mamá, voy a ir a tal”. “No vas a ir a tal, hijo”. “Pero si Juana Carmen dice que es buenísimo”. “¿Y si Juana Carmen se tira por un puente tú también te tiras?”. Ruano escribió en 1929 un artículo memorable sobre las tabernas que se encontraban cerca del famoso puente de los suicidas de la calle Segovia de Madrid. En él cuenta cómo la gente iba a tomarse un copazo antes de saltar al vacío. Menos mal que no existían entonces las reseñas ni las estrellitas y uno podía ir a empinar el codo antes de suicidarse sin que se lo recomendase la gran Juana Carmen.
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