El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
Veinticinco
No estoy al corriente de cómo será en los demás países cristianos, pero me atrevo a afirmar que en España la Navidad dura más que en ningún otro. Empieza mucho antes de Adviento por mor de la disparatada disputa entre ciudades por ver cual es la primera en llenar sus noches de bombillas y luces multicolores con motivos navideños.
En mi infancia era el sorteo de loterías –3 días antes del 25– el que nos introducía en la celebración del nacimiento de Jesús y, al contrario que ahora, la fiesta era íntima, modesta y entrañable. Un tiempo (breve) de belenes, villancicos, polvorones y alfajores que en nada se parece a este interminable espectáculo que nos imponen los anglosajones con abetos de plástico en lugar del nacimiento con su pesebre, con renos en vez de la mula y el buey y con Papá Noel suplantando a los Reyes Magos a los que ganan por la mano (y once días de adelanto) a la hora de repartir juguetes.
Sin embargo, los niños españoles tienen suerte porque somos tan acomodaticios y pragmáticos como los romanos que aceptaban con total naturalidad los dioses y costumbres de los pueblos que conquistaban y así en lugar de sustituir a sus majestades de Oriente por el orondo personaje que viene del norte, lo que hacemos es repartir regalos dos veces: un lote el 25 de diciembre y el otro el 6 de enero. Lo paradójico es que la ilusión que despierta la misteriosa llegada de estos seres mágicos que nos agasajarán con sus regalos se vuelve cada vez más tenue porque… ¡hasta de obsequios acabamos saturados! Y no es solo que nos regalen dos veces, sino que lo hacen en diferentes hogares (padres, tíos, abuelos…).
El atiborramiento de presentes es tan pernicioso como el de comida o bebida ya que al final no apreciamos el valor de unos regalos que, por otra parte, obtenemos durante todo el año: santo, cumpleaños, final de curso… Hubo un tiempo en que el día de Reyes era esperado con inusitada ansiedad, aunque de sobra sabíamos que como mucho recibiríamos uno o dos juguetes, generalmente, sucedáneos de los que a nosotros nos gustarían. Los balones de fútbol –por supuesto, no de reglamento–, las cartucheras con pistolas de calamita o los juegos reunidos Geyper (un mismo juguete que servía para todos los hermanos) nos producían entonces la misma o mayor alegría que el más sofisticado y tecnológico de los juguetes modernos. Teníamos poco y con poco nos conformábamos. Para bien o para mal, la Navidad ya no gravita alrededor de un modesto establo sino de la solvencia de la tarjeta de El Corte Inglés.
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