21 de diciembre 2024 - 03:06

El despertador suena a las seis de la mañana, hora homicida pero disciplinaria. Trato de desoxidar el cuerpo con un estiramiento largo que, de mi cerebro, solo despierta migajas de mis capacidades motrices. Ando por inercia hacia la cocina confiando en que la noche haya mantenido todo en su sitio porque la mente, a esas horas, tan solo es capaz de revelar lo que ha instalado en ella la costumbre. Celebro llegar hasta la cafetera italiana sin sobresaltos ni choques indeseados, y la enciendo después de que las motitas de café se hayan esparcido por la encimera a consecuencia de una torpeza que no es matutina, sino perenne.

Lo ignoro, porque en casa no se ha utilizado jamás la cafetera italiana, pero me reconforta su olor, me lleva a un hogar paralelo en el que me siento seguro y activa, con su borboteo, las primeras sensaciones del día. Me lío el cigarrillo y pienso en Pla, que decía fumar de liar para encontrar el adjetivo. Cojo el abrigo y el café y salgo a la terraza a martirizar mis pulmones mientras este frío de diciembre de 2024 que recuerda al de Madrid de hace 12 años martiriza mis huesos. Fumo y bebo, y confluyen en esos gestos tres fenómenos que originan una tremenda humareda: el café caliente, el vaho del aliento y la degustación de la primera calada.

Respiro hondo y, sugestionado por las fechas, la memoria comienza a desperezarse e invoca esos recuerdos de las vueltas a casa que tienen su primera manifestación en la boca del estómago: la Navidad en la que pasé ocho horas en el tren moribundo que cojea hasta Algeciras; aquella en la que, por primera vez, mi hermano no me recibió en el andén de la estación y descubrí que había crecido; la de 2013, cuando dejé de ser quien era por mandato de mis monstruos; o esa otra, tan diferente a las demás, a la que durante tres meses tuve miedo a enfrentarme.

Vuelvo al dormitorio. Beso a Olimpia. “Cariño, arriba”. Remolonea y protesta con esa capacidad que solo ella tiene para que una habitación oscura se llene de luz sin abrir las persianas. Tomo una ducha caliente que calma un dolor de cuello con el que peleo cada día. Me acicalo, esparzo por mi cara esa crema hidratante que solo rejuvenece en el imaginario colectivo. Listo para salir, vuelvo al baño para la despedida. Hay estudios que dicen que abrazar a alguien durante quince segundos libera oxitocinas. La abrazo veinte, por si acaso. Un último adiós infantil suena como un susurro cuando me escucha abrir la puerta. Sonrío. Celebro esta rutina protectora que permite que exista lo extraordinario. Esto fue ayer, como también fue el martes y el lunes de la semana pasada. Hoy no. Hoy vuelvo a casa.

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