La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
Quousque tandem
El linchamiento público al que ha sido sometido el capitán de la Selección Nacional de Fútbol por su displicente y desdeñoso saludo al presidente del gobierno es más bien fruto de la supuesta o conocida alineación política del señor Carvajal que del hecho en sí. Y no porque no fuera claramente desconsiderado, que lo fue, es que ni uno solo de los futbolistas saludó con la mínima cortesía exigible. No hablemos ya de cumplimentar, verbo sin duda olvidado en este mundo moderno ajeno al protocolo y las buenas maneras. También es cierto que el señor Sánchez, que ya nos deleitó esperando al Rey con las manos en los bolsillos del chaqué en un excepcional remake de los personajes de Paco Martínez Soria, más que el presidente del gobierno, parecía el encargado de un salón de bodas de tercera, recibiendo a los participantes de una fiesta de graduación.
Y es que la urbanidad se ha convertido en una especie de reliquia mayoritariamente despreciada en este paraíso de la grosería en que hemos convertido España, dónde ya es imposible distinguir una infumable tertulia televisiva de un debate parlamentario.
Y si me han llamado la atención las absurdas justificaciones leídas entre los antisanchistas, no me ha sorprendido menos el sofoco que ha provocado el hecho entre relevantes activistas de izquierdas en redes sociales que han reaccionado como damiselas victorianas que hubieran percibido el antebrazo desnudo de un jugador de criquet al batear la pelota. Curiosamente, son los mismos tipos que cubiertos con una camiseta y en bermudas, tachan de «facha» o «nazi» a cualquiera que defienda otras ideas, dedican los más despreciables insultos a todo líder político que no sea de su agrado y jalean entre risotadas toda grosería, zafiedad o menosprecio que vayan dirigidos a quienes han decidido que lo merece. Y todo ello, sin despeinarse. O en su caso, mejor sin peinarse ni afeitarse.
Lo que demuestra todo esto, y lo hace una vez más, es que importa más quien hace o dice algo que aquello que haga o diga. Y en función de ello, se argumenta una opinión distinta a la de ayer. Estamos llegando a un extremo de polarización tan delirante que solo nos mueve la pasión y hemos arrumbado a la razón en el desván, antes de tirar la llave al río. Y entonces, recuerdo que Pessoa nos definió, en absoluta contraposición con los portugueses, como apasionados y fríos. Y me temo que no es una combinación recomendable.
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