
Desde mi pupitre
Ángel J. Sáez
Zelensky, dictador
Si hay algún parámetro estadístico en el que los españoles destaquemos de manera notoria sobre los países de nuestro entorno este es, sin duda, el del número de funcionarios. A pesar de la crisis financiera y de la fuerte recesión económica que asoló España, su cifra no ha parado de crecer desde los 700.000 que existían en 1975 (a la muerte de Franco) hasta los más de 3.500.000 empleados públicos que ahora tenemos entre funcionarios, interinos, contratados temporales, indefinidos… pero no fijos, eventuales, personal de confianza otros “colocados” de diverso pelaje y variopinta denominación. Gran parte de esta suerte de “inflación cósmica” de funcionarios se debe al hecho de que a las tres administraciones del Estado, con competencias bien delimitadas -local, provincial y central- se les añadieron dos más, con competencias notablemente ambiguas, comarcal y autonómica. Es precisamente en las comunidades autónomas (el sistema de ordenación del territorio en que dividió el país nuestra Constitución) donde se concentra la mayor parte del desmesurado crecimiento de empleados públicos.
Con la milonga de acercar la administración al ciudadano, desde el primer momento (todos) los partidos políticos emplearon las supuestas necesidades burocráticas de la nueva administración como arma para crear un tejido clientelar que les asegurase la permanencia en el poder. Ayuntamientos, mancomunidades, diputaciones, autonomías y en general todas las escalas de la burocracia suelen estar ocupadas mayoritariamente por personas de nula capacitación laboral, cuyo único mérito es hallarse vinculadas de algún modo al partido gobernante. De estas gentes dependen familiares que, cómo no, se sienten solidarios con el funcionario de turno que les mantiene. Este clientelismo es la manera de tener asegurados cientos de miles de votos.
En las sociedades donde se valora la meritocracia, el enchufismo o nepotismo son considerados como formas de corrupció. Y aunque no es un fenómeno exclusivo de nuestro país ni de nuestro tiempo, recuérdese, por ejemplo, a Napoleón Bonaparte que nombró a sus cinco hermanos reyes de las regiones por él conquistadas: José de España, Luis de Holanda, Jerónimo de Westfalia, Carolina de Nápoles y Elisa de La Toscana; o la indecente técnica de las autoridades eclesiásticas: los papas criaban a sus hijos naturales como “sobrinos” para poder constituir “dinastías papales” y así un “sobrino” de Calixto III llegó a ser Alejandro VI que, a su vez, promovió para el cargo al hermano de su amante con el nombre de Pablo III. Somos el país donde de manera sistemática el mérito es sustituido por las prebendas y sinecuras. La prueba del fracaso de esta práctica es la absoluta vigencia del aserto de Larra sobre la relación entre ciudadano y administración: “Vuelva usted mañana”.
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