Sobre la Semana Santa

Aunque ahora resulte de lo más normal que durante la Semana Santa convivan con total normalidad el sentimiento religioso con el placer lúdico y así lo mismo se llora de emoción viendo un paso que se convulsiona el esqueleto al ritmo de la estruendosa música de discoteca, hubo un tiempo en que, sin llegar a decir que se obligaba a la gente a sufrir los días de la cuaresma del mismo modo que los padeció Jesucristo, es incontestable que se nos predisponía el cuerpo para una mejor apreciación de las penalidades de Nuestro Señor. Notábamos que la Semana Santa había empezado cuando nuestro principal medio de entretenimiento, la radio, cambiaba radicalmente la programación y así desde el Lunes Santo desaparecían de las ondas los enredos de Matilde, Perico y Periquín o los conflictos generacionales de La saga de los Porretas para ser sustituidos por horas y horas de música sacra, alternando con la retransmisión de misas celebradas en ignotos monasterios o relatos de vidas de santos.

Ante semejante panorama optábamos por apagar el aparato receptor y salir a la calle. ¡Ilusos de nosotros que ignorábamos la largura del brazo eclesiástico! No podíamos correr, ni gritar, ni alborotar ya que “el Señor estaba muerto”. En nuestras cortas luces no entendíamos como, siendo ya cadáver, le podía molestar que jugáramos a la pelota e incluso sospechábamos –gracias a nuestros incipientes conocimientos geográficos– que ni siquiera sus deudos se iban a enterar de las correrías que hacíamos en la Plaza Alta. No contentos con eso, nos cerraban nuestro otro gran medio de evasión, el cine. Nos quitaban las matinés en que veíamos las películas mejicanas del Zorro o del luchador enmascarado conocido como El Santo y los programas dobles de por la tarde (con bocadillo entre las dos películas) en las que se alternaban los westerns con las películas de aventuras.

Casi acabando la infancia, las costumbres se relajaron un poco y las autoridades eclesiásticas permitieron que se proyectaran películas el Sábado Santo por la tarde, pero curiosamente no eran (como ahora) estrenos sino siempre antiguas y en blanco y negro. Especial predilección tenían los programadores por reponer las películas de Tarzán con J. Weissmuller, Maureen O’Sullivan y la mona Chita. No alcanzábamos a comprender la razón de tal preferencia ya que la única coincidencia que veíamos entre Tarzán y Jesús era… la de la indumentaria. Envidiábamos a los niños que salían de penitentes en las procesiones, no por nuestro fervor religioso, sino por lo impresionante del disfraz y lo excitante del desfile, pero entonces no había dinero para gastos superfluos y nos contentábamos con mirar. Así que el Domingo de Resurrección nos llenábamos de alegría en parte por la vuelta a la vida de Jesús y en parte por volver nosotros a la vida habitual.

stats