Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Sevilla, su Magna y el ‘after’
Crónicas levantiscas
Sevilla, ya lo sabrán casi por aspersión, ha celebrado una procesión Magna diseñada como colofón de un congreso sobre religiosidad popular que ha evitado esa referencia para llamarse de piedad popular, a pesar de lo cual su éxito se ha debido a la explosión de júbilo con la que cada una de las imágenes fueron despedidas y recibidas en sus barrios después de participar en lo que en ocasiones, por el frío decembrino, la noche oscura y la amplitud de una avenida con seis carriles sin alma, pareció una procesión de un Martes Santo de Valladolid. El nuncio del Vaticano casi se queda pajarito en ese altar de autoridades que centralizó el arzobispo que desea volver a ser un cardenal sevillano, el presidente y cofrade que pagó parte del evento y el alcalde dubitativo que aún no sabe si hizo bien o mal en cerrar los bares ante la avalancha que se esperaba.
Lo mejor de la Magna fue el after, cuando las imágenes volvieron a los templos de sus barrios y las tres Vírgenes de la provincia –Setefilla de Lora, Valme de Dos Hermanas y Consolación de Utrera– desparramaron soltura, alegría e ingenio después de la fría parada del Paseo de Colón. No fue menor el espectáculo de la Esperanza en Triana ni de la Macarena en su regreso al barrio de la Heria.
El barrio o el pueblo –el paisanaje más que el paisaje urbano– y las particularidades históricas de cada hermandad forman un marco sin el cual no se comprende la alta aceptación popular del que gozan estas imágenes de Semana Santa en Andalucía. No deja de causar asombro, por ejemplo, que mucha chavalería quede cualquier sábado por la tarde en la calle Pureza de Sevilla, donde reside la Esperanza, como punto de encuentro antes de salir a tomar cervezas.
Y algo similar ocurre en muchas ciudades y pueblos del sur. Aunque parezca una contradicción, el gesto del anterior alcalde de Cádiz, José María González, Kichi, resume todo esto: se negaba a salir como regidor junto al Nazareno, pero acompañaba a su madre en cada una de sus procesiones porque era devota del Cristo que también es alcalde perpetuo de Cádiz.
Sin dogma ni iglesia, es posible que la religiosidad popular sólo fuese cultura, como en ocasiones se ha advertido desde el Vaticano, pero sin esa fe identitaria con el barrio o con el pueblo, los templos se habrían vaciado del todo hace muchos años sin que la jerarquía católica tuviese a quien culpar.
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