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David Fernández
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Ha pasado un día desde que se celebró San Valentín, faltan nueve para el aniversario de la invasión rusa. Con los rayos de sol todavía asomando, me adentro en el parque de Las Acacias con mi hijo. Las veo sentadas junto a los columpios, dos mujeres de ojos azules junto a sus pequeños, que juegan a correr el uno tras el otro. Cuando llego paran de hablar para ofrecerme una tímida sonrisa y bajar la mirada. Después siguen susurrando en un idioma que identifico como ucraniano. No tardan en irse, como si decidieran que ya no deben seguir allí.
No es la primera vez que las veo, siempre deciden marcharse cuando dejan de estar solas. Al principio, por su juventud, pensaba que se trataba de las hermanas mayores de los niños. No fueron sus palabras las que me desmintieron -ninguna parecía hablar una palabra de español- si no sus gestos maternales, sus ceños fruncidos por la preocupación, la carga de la ausencia, casi visible, sobre sus hombros. Esas mujeres de ojos de agua, de la mano de bebés de porcelana, se nos cruzan casi como fantasmas cada vez que paseamos por el mercado de Abastos. "Y se empeñan en no aprender el idioma", escucho a un señor comentar mientras las mira entre los puestos de verduras. Las recuerdo susurrando precipitadamente, su saludo casi inaudible en respuesta al mío.
Imagino sus huidas, sus vidas rotas por un conflicto que poco a poco se diluye y pierde importancia en la mente colectiva, pero que domina sus pensamientos desde hace casi 365 días. Imagino sus hogares vacíos, de los que huyeron sin poder coger nada, sus mascotas forzadamente abandonadas, a sus padres, maridos e hijos obligados a quedarse en mitad de los bombardeos. Los álbumes de fotos empolvados. Las imagino corriendo de todo lo que conocían, de su amor y de su mundo, dejando una existencia en punto muerto. "Pero no aprenden el idioma de aquí" "No se mezclan". Es curioso, a la guerra y al desamor les separa la muerte, pero el hilo del dolor los teje a ambos por igual. Del mismo modo que el enamorado se niega a aceptar que el mundo sigue girando, se resiste a besar otros labios o a mirar al futuro aceptando el fin del pasado, así imagino a muchas ucranianas refugiadas en nuestro país. Decidir aprender un idioma supone aceptar que estarán aquí el suficiente tiempo como para que el esfuerzo valga la pena. Crear nuevos vínculos, en sus corazones destrozados, casi sabe a dejar de ser fiel a los lazos que las unen a todo lo que han tenido que abandonar. Por eso, cuando voy al parque, saludo para que sepan que pueden bajar las armas, pero acepto el silencio como parte de su resistencia, de su lucha, de su forma de mantenerse enteras.
Dentro de nueve días hará un año desde que las dejaron mudas, ojalá dejásemos de gritar con odio para preguntarnos por qué otros han dejado de hablar.
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