Sincericidas

28 de diciembre 2024 - 03:06

Residen en el aragonés cualidades comunes con el andaluz que confirmo cada vez que viajo a Zaragoza y me relaciono con sus gentes. Una es el recibimiento de brazos abiertos, con un escrutinio del extranjero apenas superficial, sin miedo a enfrentarse a esa situación en la que se descubre que se ha acogido en el grupo a un gilipollas. Llegado el caso, afloran ciertas diferencias, porque mientras el andaluz divaga, el aragonés castiga sin ambages y te suelta un sopapo dialéctico que invita al recogimiento eterno en el Monasterio de Veruela para curarse no los pulmones como Bécquer, sino la dignidad hecha añicos.

Comunes son también entre ambos las ganas de disfrutar de la vida, ese lenguaje de la calle, que es el lenguaje del abrazo temprano y la alegría del encuentro, ya sea con la cervecita en el Tubo, el niño en los Sitios, el gin-tonic de Botanic o el montadito de pringá en Las Columnas. Hay en el aragonés, además, altas dosis de nobleza como pocas se registran en los medidores del resto de españoles. El andaluz es noble, sí, pero prostituye la virtud esa picaresca que los compatriotas nos hemos empeñado en convertir en orgullo nacional y que no es otra cosa que sinvergonzonería.

Poco a poco, uno cae en la cuenta de que, sin embargo, el aragonés lleva cometiendo crímenes de lesa humanidad desde que conformó su identidad como pueblo. Es la sinceridad su mayor problema por exceso, no por defecto, y ejemplo de que hasta la moral requiere de ciertos límites. Yo mismo he visto los cadáveres de valencianos, andaluces, gallegos y castellanomanchegos tirados en las cunetas de las carreteras aragonesas, todos víctimas de este exceso de sinceridad, que es, digámoslo alto y claro, sincericidio. Así, si usted algún día se siente feo, absténgase de preguntarle al aragonés si lo está porque no solo le contestará que sí, sino que hace tres años era más guapo.

Mi suegra se ha cambiado el sofá. Hace unos días fui a Ikea con Olimpia para comprarle, de sorpresa, unos cojines nuevos. Hubo bronca porque este afán generoso nos hizo llegar media hora tarde a una cena. El momento de la revelación se antojaba ilusionante. ¿Te gustan? No, no me gustan, dadme el ticket y los devuelvo. Olimpia impasible; yo, tembloroso, sacando el ticket de mi bolsillo y tendiéndoselo. La vida sigue igual para esta gente que es incapaz de adornar la verdad con cierto cariño. Hay unos cojines que han sido devueltos, hay un dinero que ha sido reembolsado y hay un andaluz que esa noche se metió en la cama y lloró muy bajito. No fuera a ser que la futura esposa le dijera lo que es: un llorón, y que hace tres años lloraba menos.

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