El sofá de mi abuela

03 de febrero 2024 - 00:15

Cierto magnetismo envuelve al sofá de la casa de mi abuela. Es, probablemente, el sofá más incómodo del mundo. El acolchamiento es casi inexistente; los reposabrazos, anchos, cubiertos por una tela que arropa la forma espiralada de la madera, y duros, tanto que invitan a pensar que reposar la cabeza sobre el marco de una puerta es más placentero. En el sofá de mi abuela, claro está, no puede tumbarse uno a la bartola sin descoyuntarse. Y, sin embargo, es sugestivo y enigmático, sí, porque esconde la forma de estar de nuestros antepasados, una forma de estar hoy incorpórea y vaporosa.

Tanto el sofá de mi abuela como los sillones que lo acompañan, también poco dúctiles, invitan a la tertulia activa, a cierto alcoholismo y al humeo. Ahí no se empereza ni Dios. No es difícil explicar por qué las cenas de Nochebuena se alargan hasta las cuatro de la mañana sin que decaigan la algazara y la conversación. No hay registros en mi familia de tíos, primos o sobrinos dormidos en mitad de celebraciones de manera indigna, con una babilla de secuela de ictus cayendo por la comisura de los labios. Eso solo lo provocan los chaise longues y los mastodónticos canapés que invitan al flirteo con el móvil, al escapismo y al letargo.

El sofá de mi abuela tan solo es una pequeña pieza de los muebles, rincones y pequeñas humedades que habitan la casa. La casa, el hogar de la abuela, es lo más parecido a disfrutar de la película de tu vida. Todo allí permanece inalterable, atrapado en un estatismo temporal que otorga a la mirada un filtro sepia. Lo único que agarra de la mano a una vida que avanza son las fotos que dormitan sobre la mesa de caoba. Se añaden instantáneas de los que llegan para alegrarnos los días y adquieren un triste protagonismo las de aquellos que se fueron demasiado pronto.

Ahí, ahí está la mesita de mármol sobre la que simulaba carreras de cochecitos antiguos conducidos por pilotos kamikazes que se precipitaban al vacío hasta impactar con la alfombra de moqueta parda. Allá, en la entrada, continúa ese espejo de marco de madera oscura en el que poco a poco fui descubriendo que estaba creciendo: primero reflejaba el flequillito rubio, después la frente salpicada por la cicatriz de la varicela, más tarde los ojos y la nariz, la boca, el pecho, el diafragma… Y allí, allí está el sillón en el que se sentaba a leer el Europa y a fumar el padre arrebatado. Sí, todo descansa en su sitio con un cuidado y una obsesión casi museísticos.

La casa de una abuela es un espacio seguro en el que aguardan y juguetean recuerdos siempre dispuestos a ser invocados, la casa de una abuela es la caja fuerte del banco de la memoria, un lugar al que acudir cuando necesitemos que algo nos demuestre que para llegar a ser nunca debemos olvidar lo que fuimos.

stats