Ojo del muelle
Rafa Máiquez
Ya tenemos el lío formado
En 1871 Jean Baptiste Clément escribió Le temps des cerises, una canción de amor dedicada a la valiente ciudadana Louise, sanitaria de ambulancias fallecida en la parisina calle de la Fontaine-au-Roi. Con el tiempo, lo que fue un tema dedicado a la pasión, la fiesta y los mirlos burlones, se asoció a los hechos revolucionarios de la Comuna. Décadas más tarde, Ives Montand la versionó y volvió a cantar la brevedad del tiempo de las cerezas.
Estamos en ese tiempo. A principios de junio llegaban a los recovecos de la infancia las brillantes frutas que teñían de rojo dedos y labios y que eran el más carnoso barrunto del verano. Aparecían con los primeros días de calor, cuando la ciudad y las casas se sumergían en una vorágine de limpieza que se extendía a todos sus rincones. Se daban por acabados los meses de vahos, humedades y lluvias. Se abrían cancelas y contraventanas y entraban los primeros ponientes altos, radiantes y cálidos, con los que se combatían hartazgos de verdín y encierros. Un mes antes, en la Bajadilla se encalaban bordillos y filos de aceras, se le daba una bajera a las casas y las calles se adornaban con banderas de papel y arcos hechos de palma. Se sacaban las mejores macetas a las puertas y se establecía una indisimulada competición de lustres y frondosidades entre el vecindario, que esperaba la visita de la virgen desde la Capelina como luz de mayo.
En casa se encalaban quicios y paredes, se pintaban marcos y puertas, mientras cuidadosas manos femeninas quitaban las hojas secas de bruscos y aspidistras. Se limpiaban con afanosa pulcritud las costillas de Adán a la sombra, se encañaban al sol las azucenas y se emparraban los jazmines. Los aligustres de los patios traseros derramaban sus flores y se abrían los racimos de adelfas que orillaban la subida al Cristina, entre letreros en inglés y un mar que parecía recién descubierto.
Detrás del parque crecían postes de feria también encalados y se colgaban guirnaldas de luces enroscadas a tiras repintadas de azul añil. Florecían en los patios geranios sembrados en tiestos al sol, junto a latas y barreños de perejil y yerbabuena. Se sacaba la ropa clara: polos de perlé, calcetines de algodón, pantalones cortos y rebecas para el relente. La ciudad y los cuerpos se metamorfoseaban con una luminosidad pareja a los días largos y a los eternos atardeceres de un sol que se ponía al norte, por detrás de la espadaña del asilo.
Era un tiempo de vísperas, de antesala de veranos eternos e inacabables días; pero como todas las vísperas era breve y duraba la maduración de una fruta que ya no se volvía a ver hasta el año siguiente. Era muy corto el tiempo de las cerezas, tan corto que casi se ha olvidado.
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