Con (mucho) trabajo

El Calderón

24 de junio 2024 - 05:02

Una noche de primavera, en un barrio de moda de Madrid, dos hombres hacen cola en la puerta de un restaurante. Como consumidores, asumen la espera en el mexicano que está a rebosar. Tienen dinero y, siendo fin de semana, también tienen algo de tiempo. Mientras esperan conversan, uno habla y otro escucha. El emisor abre su corazón al que parece ser su antiguo compañero de estudios o de trabajo. Le cuenta con confianza y en un perfecto español, con las eses y laísmos aprendidos, que invertir en la empresa de tecnología X le está dando buen resultado, que es una apuesta segura.

El joven (que roza por debajo los 40 años), alardea de suerte, explica los quehaceres de su trabajo fijo y sus consecuencias. En general no se queja. Momentos antes de que les asignaran una mesa, el discurso del muchacho cae en picado hacia una realidad absoluta: “pero no me puedo comprar una casa”. El acompañante asiente, lo entiende todo a la perfección. Es bastante probable que él también se encuentre en una situación parecida.

El narrador de la historia saca a relucir algo del pasado que se ha vuelto presente. Alude a la vida de sus padres, que con una vida más humilde y unos trabajos menos específicos pudieron comprarse una casa de cuatro habitaciones en el pueblo de Cáceres donde creció, que abandonó para tener acceso a una mejor vida en la capital. Por lo menos aspira a eso, no a menos, pero en Madrid y sus alrededores le cuesta encontrar el espacio para desarrollar su vida como le gustaría, como se acostumbró en el pueblo, como esperaba que podría hacer teniendo un trabajo para el que llevaba tantos años preparándose y que estaba tan bien visto. Él podría creer, de vez en cuando, que es una persona con una buena posición social, en algunas ocasiones se considera incluso importante. Quizá todo esto devenga de que tiene que trabajar con un traje gris y unos zapatos negros que limpia a diario, pero nada le sirve para conseguir un hogar o algo parecido.

En Madrid está lejos, trabaja de lunes a viernes en una oficina de 8:00 a 18:00, horario que incluye cinco minutos para un café y el tiempo justo para almorzar acompañado de un “vale de comida” que puede canjear en ciertos establecimientos en los que casi siempre pide lo mismo. Come rápido para volver pronto a la oficina y salir antes para poder llegar al gimnasio. Luego regresa al piso que alquila y que rezuma impersonalidad, mira el móvil, come algo preparado que saca de la nevera, revisa que la alarma sonará en menos de ochos horas, se acuesta.

Puede ser difícil de reconocer para la generación mejor preparada de la historia de España que sus aspiraciones y las de sus padres no han servido, que les prometieron un mundo que no existe, que no pueden volver al pasado (o al pueblo) y conseguir lo que sus padres llegaron a tener con tanto esfuerzo. Lo único que le queda a esta generación pobre que ha perdido la ilusión es conformarse con tener (mucho) trabajo.

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