
Diafragma 2.8
Paco Guerrero
De lección
Confabulario
La anécdota es conocida: Francisco de Borja, duque de Gandía, marqués de Lombay, grande de España, bisnieto del papa Borgia, Alejandro VI, hubo de acompañar el cadáver de la joven y hermosa emperatriz, Isabel de Portugal, desde Toledo a Granada, en mayo de 1539. Al llegar a la ciudad andaluza, después dieciocho días de viaje, fue necesario abrir el féretro para identificar a la reina, ya gravemente descompuesta. Es en ese momento donde se le atribuye la frase célebre: “Nunca más. Nunca más servir a señor que se me pueda morir”. Tres años antes, fue también Borja quien acompañó en Niza las últimas horas de Garcilaso de la Vega, herido en la fortaleza de Le Muy. Pero es a la muerte de la emperatriz cuando se produce su “conversión” y su posterior ingreso en la Compañía de Jesús. El último servicio que preste a su fe el jesuita Bergoglio, el papa Francisco, acaso sea este de exponer su cuerpo, ya arrojado al tiempo, a la consideración de sus fieles.
Esta profunda carnalidad del catolicismo la acabamos de contemplar en la Semana Santa. El gran historiador holandés Johan Huizinga sostenía que la espiritualidad del norte europeo no estaba capacitada para comprender el Renacimiento, a causa de aquella corporalidad meridional, hija de Roma en sus dos sentidos: la Roma de Plinio y la Roma de Pedro, cuya amalgama se hará más evidente aún en estos días, cuando el cadáver del obispo de Roma, el sucesor de Pedro, se exhiba al amparo de la obra de Miguel Ángel, Rafael y Bernini. Ese es también el sentido que le atribuía Maravall a la melancolía barroca: incluso en la hora ineludible y tenaz del sic transit gloria mundi, existe la remenbranza del orden y la claridad renacentista; existe el recuerdo y la melancolía de una idea solar, triunfante, magnífica, vital, de Roma. Vale decir, existe una idea mayor del hombre.
El lector tiene a su alcance, en el Bellas Artes de Sevilla, un San Francisco de Borja de Alonso Cano, donde figura pálido y aflictivo, con una calavera en la mano. El Prado, en el gran lienzo de Moreno Carbonero, nos lo presenta aún como marqués de Lombay, al momento de descubrir el ataúd imperial, antes de introducirlo en el sepulcro de los Reyes Católicos. En ambos casos se trata de una consideración de lo humano, en su extremada expresión física, como indicio o heraldo de una ulterior pureza. La hermosura y sus formas serían, pues, el cálido anticipo de un sueño de cenizas, inaccesible a nuestros ojos. Descanse en paz, hoy ya devuelto al mundo, el papa Francisco.
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