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Alejandro Tobalina
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Cuando el obispo de París, Maurice de Sully, ordenó la construcción del templo de Notre-Dame, en tiempos del papa Alejandro III, entre la segunda y la tercera Cruzadas, parte del territorio de los actuales Siria y Líbano se repartía entre los estados latinos de Oriente –el ultramar de antes de América– instituidos por los francos, como los llamaban musulmanes y bizantinos, que se propusieron reconquistar los Santos Lugares y las regiones limítrofes, en una de las numerosas contiendas libradas en aquella tierra milenaria. Fue un dominio efímero, pero perdurable en el imaginario tanto de Europa como del mundo islámico, que muchos siglos después, tras la disolución del Imperio otomano, seguía estando presente y se proyectaba de algún modo en los mandatos británico y francés que ocuparon el lugar de los turcos en la gobernación de las provincias de Levante. Con la sanción de la fallida Sociedad de Naciones, que consideraba que aquellos pueblos no eran capaces de regirse por sí mismos, las potencias coloniales se repartían el área en protectorados o zonas de influencia, divididas a su vez en sectores que otorgaban el control a los grupos étnicos o religiosos predominantes. Con razón se dice que esas divisiones interesadas, en buena medida arbitrarias, no ayudaron a cohesionar los países nacidos de los procesos de independencia, que en el caso de los surgidos del mandato francés no lograrían la plena soberanía hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Sucesivos golpes de Estado, largos enfrentamientos civiles, injerencia de las naciones vecinas o de las viejas y nuevas aspirantes a la hegemonía, sumados a la inestabilidad derivada del atroz e interminable conflicto entre Israel y Palestina, que en la práctica se extiende a toda la región, han convertido esa parte de Oriente Próximo en una de las zonas más inestables del planeta. Tanto Siria como sobre todo el Líbano albergan antiquísimas comunidades cristianas que en algunos casos se remontan a los inicios de la Era. Su diversidad, sumada a las variantes del islam, suníes, chiíes o alauitas, grupos de musulmanes no árabes como los kurdos y otras minorías como los drusos, se traduce en sociedades heterogéneas que sólo pueden aspirar a convivir en un clima de tolerancia recíproca. Parece un imposible y los antecedentes de las milicias que acaban de derrocar al tirano en Siria no invitan al optimismo, pero no hay otro camino que no lleve a la destrucción y el caos. Quiera el dios de Abraham, al que apelan las tres llamadas religiones del Libro, que se imponga la cordura en ese ultramar desde el que vinieron las naves que nos fundaron el Occidente.
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