Editorial
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En los últimos dos años, en las capitales y grandes urbes andaluzas, como en otros puntos de España, proliferan las casas de apuestas. Su crecimiento exponencial en barrios de todo tipo, muchos de ellos de renta media-baja, anticipan problemas de la población con el juego, y especialmente entre los residentes más jóvenes. Problemas que ya empiezan a aflorar al tiempo que se conoce el aumento de casos de ludopatía, según denuncian colectivos de la sociedad civil y algunos partidos políticos. No son pocos los locales que se han instalado cerca de espacios urbanísticos frecuentados por la juventud. No es extraño por eso que muchos de los nuevos ludópatas sean menores de 25 años. La elección de la ubicación de las casas de apuestas no parece tampoco inocente sino que responde, más bien, a un patrón perfectamente diseñado: barrios con renta escasa y cercanos a centros educativos. El resultado es que se convierte en una amenaza para un población joven que se deja seducir por el bombardeo publicitario de esta oferta, que además avanza como negocio on line: cualquier chaval puede apostar desde su móvil, casi sin imponerse límites ni medir las consecuencias. Este auge del proselitismo sobre las apuestas, sean físicas o virtuales, merece una respuesta social y, sobre todo, institucional. No es un juego que muchos jóvenes se jueguen su futuro. La extrema facilidad urbanística para abrir locales de este tipo y una regulación que no aborda el problema en su dimensión real en el mundo plenamente digital señalan claramente un camino: la industria del juego necesita tener un control más exhaustivo aún del que ya se le somete. Es una tarea conjunta de los ayuntamientos, la Administración autonómica -la Junta, en Andalucía- y del Gobierno central: una regulación específica que ponga límites a una industria que, aunque sea legítima, tiene que tener limitaciones que no aboquen a la ludopatía a una parte relevante de la población.
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