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El sistema electoral francés a doble vuelta ha propiciado que la extrema derecha haya salido derrotada tras su victoria en la primera ronda del 30 de junio. El peligro de que el partido de Marine Le Pen obtuviera una mayoría absoluta en la Asamblea Nacional ha provocado una concentración de voto en el frente de izquierdas y en la formación centrista que comanda el actual presidente, Emmanuel Macron. Francia se ha salvado in extremis de la ola de radicalismo y populismo que se extiende por otros países del continente, pero los resultados del domingo revelan un problema de articulación política en un país que es sistémico para la estabilidad europea. En las principales capitales de la UE, de Madrid a Varsovia, pasando por Bruselas, se ha respirado con alivio. Francia en manos de Le Pen era un riesgo evidente para el propio futuro de la Unión. No es lo mismo que el populismo radical gobierne en la Hungría de Viktor Orban, o incluso en la Italia de Giorgia Meloni, que lo haga en un país que es la segunda economía de la zona euro y uno de los dos de Europa, junto con el Reino Unido, que tiene armamento nuclear. Pero el peligro no está conjurado. La extrema derecha ha mostrado una sólida fortaleza social y, por otro lado, a Macron se le abre un serio problema por la preeminencia en el bloque de izquierdas de la figura de Jean-Luc Mélenchon, un radical que en España estaría alienado con el sector más intransigente de Podemos. Conseguir un gobierno moderado en París es un objetivo del presidente que se va a encontrar con múltiples obstáculos. El panorama político en Francia tras las dos vueltas electorales refleja un enorme desgaste del sistema político. Si la extrema derecha ha perdido es porque muchos ciudadanos han decidido a última hora forma un cordón sanitario que impidiera su acceso al poder. Pero no porque Macron o Mélenchon ofrecieran alternativas que contaran con respaldo de los ciudadanos. Han sido, simplemente, un mal menor.
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