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En la sierra de Caramulo, en el centro de Portugal, desde el mirador de Caramulinho (1.075 metros) puede otearse el horizonte geológico, tan primitivamente agreste, que acoge a las sierras hermanas de Montemuro (al norte), Lousa (al sudoeste) y Estrela (al sudeste). En días claros los contornos de la más conocida sierra de Estrela adquieren su relieve de grata lejanía, mientras, en dirección opuesta, uno se hace a la fantasía de poder alcanzar con el ojo el océano Atlántico por la parte de Aveiro (lugar que en tiempos de turismofobia confirma a donde no hay que ir para no participar de la mara). Desde Caramulinho, no apto para enfermos de vértigo, los molinos eólicos puntean el paisaje sin que molesten a la vista. La idea de una deseada comunión ibérica entre Portugal y España, por este orden, adquiere aquí un punto fraternal del que partir.
En estas estábamos, tras dejar el pueblo de Caramulo (famosos fueron sus sanatorios de aguas termales), cuando al deleite de las vistas más diáfanas le sucedió, de improviso, una bandada de rapidísimas nubes, acompañadas de viento, que cubrieron el final de la tarde. Todo giró hacia el crepúsculo más apresurado. Las nubes corrían grisáceas y como en hilachas. Era como si anunciaran el súbito cambio de tiempo que se avendría para cuando llegara la noche cerrada. Aunque resulte un punto ufano, cuando no ridículo, en ese instante pudimos sentir algo parecido al genuis loci del lugar, justo allí donde piedras inmemoriales, menhires y trazados de antiguas calzadas romanas han dado a la sierra de Caramulo una fisonomía milenaria que, a decir verdad, no causa arrobo por su especial belleza, pero sí propicia, frente a la vaina de Instagram, como una comunión personal, casi ética, con el entorno.
Si describo con puntillosidad el momento es porque recordé un par de pasajes de Gris. El color de la contemporaneidad, del filósofo alemán Peter Sloterdijk. Era el libro que justo estaba leyendo en aquellos días a primeros de agosto. Sloterdijk repasa todos los matices culturales, políticos y antropológicos que envuelven a la noción del color gris en clave contemporánea (Goethe decía que el gris es la semisombra entre el blanco y el negro, el emisario del caos). La grisura de las bandadas de nubes sobre Caramulinho, que opacaron la luz, me recordaron luego a los episodios que Sloterdijk cita en torno a los grises fantasmales que a veces ofrece la naturaleza para que los hombres descifren sus humores en la soledad de sí mismos. Uno se refería al eclipse de sol ocurrido un 8 de julio de 1842, al que asistió el escritor Adalbert Stifter desde un montículo cercano a Viena. El otro, a través del historiador de la naturaleza Jules Michelet, relataba la gran tormenta de lluvia gris que en octubre de 1859 se abatió por la región de Burdeos, allá por el estuario de la Gironda.
Menos simbólico sin duda que aquel eclipse y aquella manta de agua gris fue nuestra experiencia entre nubes fugaces pero meteóricas, de una grisura con cierto punto extraño o solo indeterminado. También por casualidad, tras leer esa misma mañana una crónica sobre el pintor Casper Friedrich, me dio por consultar por internet su cuadro de los Acantilados blancos de Rügen. A mi parecer, lo que más atrae del lienzo no son las níveas rugosidades de los acantilados junto al Mar Báltico. Ni siquiera las tres figuras que aparecen enigmáticamente de espaldas al espectador (se supone que las del propio pintor, de pie, la de su joven esposa vestida de rojo, Carolinne Bommer, y la del hermano del artista, Christian, que aparece acuclillado y mirando atraído hacia abajo, donde la alta peña en la que se hallan se corta y cae a pico).
Como digo, lo que más llama la atención del cuadro –Friedrich no era un paisajista en sentido estricto– es, de nuevo, la lectura como de fin de tránsito que uno puede hacer del mar gris, otra vez el gris, que se pierde lánguidamente por lontananza. Está punteado con fríos azules y ocres agrisados, pero en la infinitud del horizonte el gris toma una laxitud blanquecina, lo que hace ver a algunos críticos que es como una idea plástica y espiritual de Dios, que nos espera en el final de la vida, como si los dos veleros que aparecen sobre la misma bandeja gris del agua insinuaran las almas que ya han partido hacia el supremo encuentro.
Es verdad que causa no poco rubor contar lo que un viaje sigue teniendo de experiencia íntima, sobre todo cuando hacer turismo se ha convertido en una grosería, más aún en verano. Así y todo, la epifanía o su parecido se tiñó de gris en la sierra de Caramulo. Por favor, no es necesario que la visiten.
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