La tribuna
Apuesta por el diálogo y la gobernanza
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En marzo de 2015 Alain Finkielkraut fue invitado por Philip Roth a la fiesta de sus 80 cumpleaños. En una columna publicada en Lo único exacto, el ensayista francés contó brevemente aquella celebración. Entre otras cosas recordaba que, muchos años antes, en 1980, Roth le había dicho que cuando no escribía se sentía un inútil, sin objetivo y sin justificación, por eso no se apartaba de su mesa de trabajo más de una semana. Sin embargo, aquel día de su cumpleaños el juicio sobre sí mismo había cambiado del todo, no por haber llegado a esa edad sino porque había decidido dejar de escribir. Lo hacía porque tenía la sensación de haber cumplido con su misión.
“Ya no necesita justificar su existencia por medio de la escritura”, añadía Finkielkraut. Dejar la acción por la contemplación daba sentido a aquella decisión. Era el soberano poder de abdicar quien lo animaba; el mismo espíritu que motivó la renuncia de Benedicto XVI, una abdicación llena de humilde majestad; o la del lejano Carlos V, acabado y deshecho por una acción política y militar colosal. A todos ellos les unía un hilo invisible: el ejercicio del poder fundado tanto en la ética del deber como de la humildad. Un poder al que, sin embargo, renunciaron abandonando todo escenario de vanidad.
En estos grandes hombres apreciamos la incitación clásica de la retirada del mundo. En Roth, el adiós al noble arte de escribir del cual no le había apartado la edad, sino sus incurias. Un “arte que perturba la organización” como él lo definió ante sus amigos. Su espíritu turbulento, su combate al que cada día le instaba su conciencia, había consistido en “mantener viva la especificidad, lo particular, en un mundo que simplifica y generaliza.” Y esa es una batalla a la que nos invitaba aunque se tenga la vana certeza de que nada queda por combatir, de que hay que conformarse. Acabado el comunismo, la ideología puede tener otros rostros apostillaba Finkielkraut. Y contra esos rostros que se ocultan bajo una máscara de hipócrita humanismo hay que luchar.
Así pues, el retiro de Roth, de Benedicto XVI o de Carlos V tenía en común no la vejez que cansa y fatiga, sino la humildad del sabio, del que sabe que la muerte no puede hallarse lejos, que no se pueden codiciar ni ambicionar más bienes cuando menos viaje queda, como escribiera Cicerón en De senectute. Escrito poco antes de su trágica muerte, también él, como un sentido del deber, entendió toda su existencia, su paternidad, sus cargos públicos y su vida en defensa de la libertad que representaba la República frente a la tiranía cesariana. Retirado a su villa de Túsculo no había nada más agradable para él que una vejez tranquila pues su vida estaba colmada.
Con respecto a la sociedad actual, todas las generaciones convivimos en cilindros o en burbujas macladas. Más exacto sería decir que coexistimos por un propósito de supervivencia natural. Las relaciones entre los cilindros no se miden por el amor o el odio sino por la utilidad recíproca y sus equilibrios. Y por una distribución de obligaciones beneficiosas para una comunidad paradójicamente compuesta por seres egoístas. No obstante, los jóvenes pertenecen a otra especie humana que nos observa con indiferencia y desdén y a la que por reciprocidad observamos en un silencio desconcertado y prudente, sin comprender que nuestros intereses no son los suyos pues somos seres invisibles e inútiles a sus ojos, gente sin futuro, sin más tarea que llegar al final del camino. En ese momento cambiaremos de un modo inexplicable: nos asediará la nostalgia y la tristeza o nos volveremos irritables e incomprensibles para la familia o los hijos y éstos a su vez nos harán sentirnos solos ante lo que vislumbramos y nos agita: “una sorda inquietud que esta vez será la de la muerte” como escribió premonitoriamente Némirovsky de sí misma.
Así pues, para aliviar nuestra paz perdida y precaria bastaría con disfrutar de las cosas sencillas que están a nuestro alcance: un buen libro, una conversación y un debate sereno con los amigos, un cuaderno de anillas sobre el que seguir escribiendo un pensamiento justo y, sobre todo, la divina soledad, estar a solas consigo, con nuestra alma inmortal y una disposición que acepta todo lo que acontecerá como necesario. Y en todo caso leamos a Horacio: “Feliz aquel que en limpias ánforas guarda la exprimida miel o al pie de la encina vieja o por la yerba mullida gusta de echarse” ¿Quién no olvida así las preocupaciones que el amor y las miserias de la vida consigo ha llevado?
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