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Hace ahora un año, criticaba en esta Tribuna a quienes repetían con insistencia que era necesario defender “la igualdad de todos los españoles” porque confundían igualdad con uniformidad. Afirmaba que para avanzar hacia la igualdad de derechos el único camino era el de tratar de forma diferente, es decir, singular y no uniforme, a los desiguales. Siendo esto válido tanto para las personas como para los colectivos sociales, culturales y políticos en situación estructural de desigualdad: las mujeres, los niños, los dependientes, los trabajadores, las minorías étnicas, sexuales o religiosas, los pueblos-naciones sin estado...
Hoy, en nombre de una supuesta igualdad inexistente, y no solo desde el ámbito declaradamente neoliberal, sino también desde la autoproclamada izquierda, jacobina y nacionalista de estado (español), se demoniza la toma en cuenta de singularidades en el tema de la financiación. En la bronca política en la que ha sido situado el tema del acuerdo PSOE-ERC, apenas hay cabida para los análisis y ni siquiera para una lectura de los datos y los hechos. Apenas se recuerda que el actual modelo de financiación, que no satisface a casi nadie y que es especialmente lesivo para Andalucía, se aprobó por la mínima en el Congreso en 2009 con el compromiso de que sería reformado en 2014. Compromiso ignorado por Rajoy y luego por Sánchez porque era –y es, sin duda– muy complicado de materializar. Pero el tema está sobre la mesa con ocasión del citado acuerdo.
Quienes se oponen a este desde el mantra de la igualdad y sin dar alternativa alguna, ni para el caso catalán ni a nivel general, dicen abominar del reconocimiento de singularidades y postulan la uniformidad, lo que llaman el “café para todos”, pero no critican, por ejemplo, que, para hacer las cuentas, el criterio no sea contabilizar la producción de riqueza allí donde esta se produce y se realizan las operaciones económicas, sino donde tienen establecidas sus sedes las empresas beneficiarias (lo que hace que Madrid recaude casi la mitad del total y más de seis veces lo que recauda Andalucía). Tampoco critican que Madrid avance hacia una especie de paraíso fiscal para las grandes empresas y capitales o que Andalucía ponga alfombras rojas a cualquier inversión, provenga de USA o de China, acercándose al dumping fiscal. Claro que cuando se trata de fijar criterios para la redistribución de fondos sí aducen algunos –y yo pienso que justamente– que junto al del volumen de población se tenga en cuenta si existe un alto grado de dispersión en el territorio, lo que acarrea más gastos para garantizar los servicios, caso por ejemplo de Galicia. Nadie discute tampoco que la insularidad, sobre todo si va acompañada de la lejanía, como ocurre a Canarias, se traduzca en un régimen fiscal singular. Y solo en voz baja se habla del régimen financiero singular de Euskadi y Navarra, porque este sí está en la Constitución y a nadie parece interesar cuestionarlo.
En lo que a nosotros nos toca, ni Moreno Bonilla ni los demás elegidos como “nuestros” representantes políticos parecen haber leído los artículos 219 y 220 del vigente Estatuto de Autonomía, que establecen, con carácter obligatorio y permanente, una Comisión Bilateral entre la Junta y el Estado para todos los asuntos de interés específico de la Comunidad Autónoma. ¿No lo es nuestra financiación? ¿A qué viene, pues, negarse a una negociación bilateral al respecto? ¿Actuaremos como lo que somos, una nacionalidad histórica, así reconocida en el Estatuto, con derecho, por tanto, a debatir directamente con el Estado, al igual que hacen las otras nacionalidades con autonomías por el artículo 151 de la Constitución o vamos a invisibilizarnos en el rebaño uniforme de las regiones (las autonomías del 143)? Y aún más, ¿no sería el momento de reivindicar la vigencia de la “deuda histórica” contemplada en el Estatuto de 1981, que obligaba al Estado a crear “una fuente excepcional de financiación” consignando anualmente en los presupuestos generales una asignación complementaria para garantizar a los andaluces el nivel de prestaciones de la media española, lo que no era posible por el papel que el Estado obligó a jugar a Andalucía de suministradora de recursos materiales y humanos para que pudieran desarrollarse otros territorios? Ni de broma puede afirmarse que hayamos alcanzado hoy ese nivel. Basta con consultar cualquier estadística para comprobar dónde estamos, más allá de las palabras y la propaganda.
¿No sería la exigencia de que el Estado reconozca la vigencia de esta deuda histórica –que está lejos de haber sido saldada, aunque esto decidieran quienes la hicieron desaparecer del nuevo Estatuto– lo que tendríamos que exigir el próximo 4 de diciembre, oponiéndonos a que la conmemoración sea prostituida y se utilice para anular lo que conquistamos ese día de 1977 y el posterior 28 de febrero del 80?
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