Carlos Javier Galán

Francisco, una renovación inacabada

La tribuna

12027363 2025-04-24
Francisco, una renovación inacabada

En España ya sabemos que hay que elegir constantemente bando, hasta en las cosas más nimias, y analizar todo en términos de blanco o negro. Tener lo que el periodista francés Jean Birnbaum ha llamado con acierto “el coraje del matiz” no está bien visto, en medio de esta perenne devotio ibérica digna de ser aplicada a mejores causas. Hasta la muerte de un Papa nos da una nueva ocasión de exhibir –especialmente en las redes sociales– ese sectarismo instalado en casi todos los aspectos de la vida pública. Pero tienen algo en común quienes reivindican ahora a Francisco en los mismos términos que si hubiera fallecido un líder de su propio espacio político y quienes le dedicaron ya en vida las más crueles e injustas descalificaciones: ambos silencian interesadamente una buena parte de lo que su figura ha representado y subrayan solo aquella otra que encaja en su discurso predefinido. No parece muy razonable esperar que un Papa se pronuncie contra la enseñanza religiosa o que apoye la eutanasia, por ejemplo. Pero tampoco cabe sorprenderse de que no aplauda acríticamente un sistema económico que condena a una buena parte de la humanidad a la pobreza o que comulgue con la criminalización de aquellas personas que tiene que abandonar su país por no tener cubiertas sus más elementales necesidades.

Durante décadas, especialmente con el impulso de Juan Pablo II, la Iglesia había sido muy crítica con los totalitarismos comunistas y con su anulación de las libertades básicas y los derechos humanos. También desde el Vaticano se había desautorizado la Teología de la Liberación surgida en Iberoamérica, precisamente por su influencia filosófica marxista. Derribado el muro de Berlín, parecía un momento histórico oportuno para reivindicar valores alternativos, cuestionar también aspectos negativos del capitalismo, denunciar la explotación del ser humano allí donde se produjera, reflexionar sobre la idolatría del mercado: insistir, en suma, en la doctrina social de la Iglesia. No era, por el contrario, el momento de secundar el pretendido “fin de la historia”, ni de asistir en silencio –cuando no unirse con entusiasmo–, a la gran fiesta de un neoliberalismo económico universal ya sin contrapesos.

Sin embargo, ese paso no llegó o no lo hizo de forma suficiente. La prometida Teología que, ya sin influencia marxista, ofreciera cercanía, compromiso y esperanza a los pobres del mundo, no se desarrolló con convicción. El rearme de la doctrina social para situarla en lugar destacado del discurso eclesiástico, tampoco. Por el contrario, acabó teniendo amplia influencia el catolicismo más neoconservador, los llamados teocom por algunos autores, que, con una lectura sumamente sesgada de la Centesimus Annus de Juan Pablo II, legitimaron sin apenas matices el modelo de capitalismo americano y europeo, pretendiendo centrar el discurso de la Iglesia tan solo en un puñado de recurrentes cuestiones relacionadas más con la moral privada que con la moral pública.

La llegada de Francisco al pontificado supone un importante obstáculo para esta tendencia. Bergoglio, el Papa que viene de Iberoamérica, apuesta por una Iglesia en misión, por un Catolicismo que –haciendo honor a su nombre– reafirme su carácter Universal y, por tanto, no solo centrado en Occidente. Denuncia con valentía la “economía de la exclusión y la inequidad”, en la que “grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida”, aquella donde se trata “al ser humano en sí mismo como un bien de consumo”. Es consciente del valor de la comunicación en nuestro tiempo y empieza a utilizar habitualmente un lenguaje cercano, efectivo, que llega al pueblo. Realiza no pocos gestos de reivindicación de la austeridad, de la humildad y del ejemplo. Afronta con decisión dos heridas sangrantes y complicadas: la pederastia en la Iglesia y las finanzas vaticanas. Clama públicamente contra las guerras de nuestro tiempo pero, además, se mueve del púlpito, se reúne con líderes, se ofrece a mediar. Más que por visitas de Estado a países “cómodos” (salvo las que tienen que ver con grandes eventos de la Iglesia), opta por acudir a lugares donde el dolor o la tragedia se han hecho presentes. Y a lo largo de su pontificado se esfuerza en mostrar una Iglesia más abierta y más cercana, que combate el relativismo moral, pero sin caer en la rigidez de señalar, excluir y juzgar constantemente a las personas.

El Papa no es solo la cabeza visible de una de las grandes religiones, sino que es uno de los líderes mundiales con mayor proyección y, por tanto, quién sea, qué diga o qué haga resulta de interés no solo para los fieles de la confesión a la que representa, sino para muchas personas. Por eso, el mundo entero estará pendiente en los próximos días del color del humo que salga de una vieja chimenea en la Plaza de San Pedro. Por mi parte, ojalá que ese anuncio sirva para seguir dando pasos, para continuar con ese esfuerzo renovador que ha representado Francisco.

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