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La desesperación hace estragos en los adolescentes. Cuando mi hijo menor, estudiante de medicina, me comentaba hace poco sus prácticas de psiquiatría, estaba impresionado al descubrir la cantidad de niños y jóvenes que acudían a aquellas consultas. Le llamaba la atención la realidad del desorbitado número de enfermos en esas edades. Es evidente que la digitalización, casi tanto como la fragilidad de las familias, o la soledad que genera, han precipitado el problema. Pero la razón fundamental que explica el desolador fenómeno hunde sus más hondas raíces en la ausencia de esa suerte de morada metafísica de la que hablan algunos filósofos; un espacio existencial perdido, que enriquece la vida interior y ofrece sentido de pertenencia y propósito con los que mantenerse firmes en entornos de incertidumbre. Al parecer, ahora las listas de espera para terapia infantil y juvenil crecen como sombras ominosas para anunciar meses de desesperación. La aflicción, no obstante, no se ceba sólo con esas edades. Europa, el continente del bienestar, va camino de alcanzar el billón de euros anuales para combatir esta tortura afectivo-emocional que la azota; una tormenta que arrastra los trastornos de conducta, de ansiedad y depresión, el burnout o las diversas adicciones, para apoderarse de toda una época.
Con dedo acusador se señala como causa de la plaga a la digitalización desenfrenada, especialmente desde la llegada de los móviles a las manos de niños y adolescentes. Sin embargo, su raíz es más profunda. Es verdad que cuanto más temprano y estrecho sea el contacto con el fabuloso mundo de las pantallas, más hondas son las improntas que dejan en el desarrollo infantil. En adolescentes se ha demostrado que la relación entre el uso de redes sociales y su salud mental es una proporción inversa. Los móviles, otrora herramientas para la comunicación, se han vuelto vectores de enfermedad, que inoculan a los niños con verdadera saña. Los registros de las frías e inmutables estadísticas revelan un punto de inflexión en 2013, año en que la mitad de los jóvenes europeos sucumbían a los encantos de la tecnología digital, dato que coincidía de manera alarmante con la rama ascendente de la curva de enfermedades mentales. Algunos estudios han confirmado no sólo correlación, sino causalidad entre tecnología y ansiedad. No obstante, decíamos que la semilla de esta crisis ya estaba plantada antes de ese año. La debilidad de las relaciones familiares ha propiciado un excelente caldo de cultivo para los modernos trastornos de ansiedad y depresión. La inestabilidad y baja calidad de los lazos afectivos, especialmente en la infancia temprana, constituyen los líquidos cimientos de una frágil formación de la sensibilidad y de la educación sentimental. En cambio, quienes han tenido la oportunidad de crecer en entornos de cercanía, confianza y compromiso descubren que cada pequeña concesión al instinto sirve sólo a la espontaneidad de su vida, no a su libertad, y aprenden a entablar relaciones de afecto duraderas.
La realidad muestra un panorama desolador. El matrimonio, bastión de la familia, se desmorona con el peso del recurso al divorcio (en 2024 España registró 95.650 demandas de disolución matrimonial). Esta tendencia ha tardado décadas en manifestarse de forma dolorosa en las generaciones jóvenes; hoy son evidentes sus resultados. La soledad, compañera inseparable de la digitalización y la desintegración familiar, se intensifica con el dinamismo de estilos de vida cada vez más centrados en el trabajo. Los vínculos personales y familiares, cuyo cultivo requiere tiempo y dedicación, se ven relegados al olvido en un mundo dependiente de la productividad. Traslados constantes y redes sociales crean la ilusión de unas relaciones que, en realidad, carecen de autenticidad. Europa se ha despojado de sus raíces cristianas –y de forma apresurada en la última década–, a cambio de un vacío existencial que no logra colmar ninguna tecnología. Fuera del hogar metafísica, fundamento de todo ser humano, sólo se puede sentir vacío. Una vez cortados los lazos con la dimensión sagrada, “el más siniestro de los huéspedes” —como llama Nietzsche al nihilismo— se inocula como lo hacen los virus, sin apenas hacerse notar. La crisis de salud mental de los jóvenes probablemente se encuentre entre las epidemias más graves de nuestro tiempo. Un monstruo de proporciones épicas que exige una respuesta comprometida. Las soluciones, sin embargo, no descansan en la tecnología, ni tampoco en los anaqueles de las farmacias. Se juegan en la cancha de nuestra humanidad esencial: en la recuperación de las relaciones genuinas, en el encuentro con el significado, en la contemporización con la belleza y la justicia, y en la búsqueda de la verdad del propio ser.
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