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Señala el Diccionario de la RAE, fuente de autoridad infrecuentada por mí, que “huevo de Colón” significa “cosa que aparenta tener mucha dificultad, pero resulta fácil al conocer su artificio”. Según relata el historiador de principios del siglo XIX Martín Fernández de Navarrete, contradictor del italiano Bossi, al parecer aliado de uno de los ingenieros de la leyenda negra americana, Theodor de Bry, que, en una reunión de nobles, con Colón presente, se pretendió minusvalorar el descubrimiento colombino, poniendo a la altura de cualquiera el poder haber hecho su gesta. Llegado a este punto, “Colón tomó un huevo y preguntó si alguno de los que estaban presentes sabrían hacer que se mantuviese derecho sin ningún apoyo. Nadie pudo conseguirlo; y Colón aplastando de un golpe uno de los extremos del huevo logró que se mantuviese derecho sobre la mesa”. Aunque el relator considera “insípida e inverosímil” esta historia, ha alcanzado tan gran difusión que hoy es mito.
De hecho, son varias las anécdotas parecidas que circulan en la historia, de resolución de casos difíciles, como el nudo gordiano, cortado de un tajo por Alejandro Magno, para resolver el enigma de su complejidad. Nudo que fue asumido por Fernando el Católico en su heráldica. El pobre Colón, de nación dudosa, y que un día es gallego, otro valenciano, otro genovés, otro sefardí, otro italiano –que les pregunten a los norteamericanos del Columbus Day neoyorquino, si es verdad que con él llegaron los spaghetti alla carbonara y la pizza quattrostagioni, y te dirán que sí sin dudarlo–, carga con el fardo pesado de haber abierto la puerta al fin de las culturas indígenas de América.
Evidentemente se trata de un anacronismo que se extiende gracias a la falsa asociación de ideas, tan propia de nuestra noosfera mediática. A la cual han prestado su concurso voluntario tanto intelectuales de salón como políticos de turno en cada país.
Ahora es cuando ha surgido la verdadera disputa por el huevo de Colón. Es decir, dilucidar de qué huevo salió y en qué huevo volvió a entrar. Del que salió no lo sabemos, por más que pruebas que les hagan a sus pobres huesos, como se ha visto en la reciente disputa generada por los apresuramientos en obtener gloria mediática de un profesor universitario. De los de la muerte tampoco, como la misma disputa ha establecido claramente, por lo que de iure siguen repartidos entre Santo Domingo y Sevilla. En definitiva, que seguimos sin saber quién era y dónde fue a parar Christophoro Columbo.
De lo que sí sabemos es de la controversia que se ha encendido en México durante el mandato de López Obrador (Amlo). Un hombre de tez blanca, y con esos apellidos tan sonoramente ibéricos, asumió el papel de un converso a Cuauhtémoc, emperador azteca atormentado por los conquistadores. En la novela La serpiente emplumada, D.T. Lawrence nos confronta a un mundo onírico y de pesadilla a la vez donde un sujeto acaba asumiendo el papel del indio sin serlo. Tengamos presente que en México nunca hubo un presidente indio, si exceptuamos a Emiliano Zapata, que fue pronto eliminado por el criollismo ambiental.
Al abrir el debate sobre el huevo de Colón, es decir no sólo sobre el ADN colombino sino sobre el colonialismo americano, la presidencia de México, tanto bajo Amlo como ahora bajo Claudia Sheinbaum, han destapado la caja de Pandora de un tema aparentemente irresoluble.
Si para pacificar el campo hubiese que pedir disculpas creo que debiera hacerse, pero todos al unísono, criollos y peninsulares, unidos en un coro de lamentaciones. Por nuestros tatarabuelos y sus “crímenes”, que en buena medida ya no nos conciernen más que como hechos históricos sujetos a erudición. Moralmente no nos puede afectar lo que no hicimos, así que el asunto no deja de tener sólo una trascendencia simbólica. Ni siquiera llega a justicia transicional, como ocurre en el final de las dictaduras, puesto que los oprimidos de hoy lo son de sus propias élites y no de los fantasmas del pasado.
De otra parte, una buena narración de los acontecimientos históricos, consensuada y sin ocultar ni los sacrificios aztecas de la flor letal en Teotihuacán y en Tenochtitlán, ni tampoco la arrogancia y crímenes de los hispanos, podría ser puesta en marcha. Hay que liquidar de una vez la mística política del indigenismo que ha impedido a México dar la palabra al propio indígena. Y el españolismo exultante, por ende.
Una anécdota entre un millón: entré en un local de artesanías huicholes cerca del Zócalo de México, hace pocos años; la pobre familia que me atendió, sucia y mal vestida, no hablaba ni una palabra de castellano, pero pronto llegó una chica mestiza, pulcra, que me dio norte de los precios exorbitantes de aquellas artesanías hechas con pequeños cristales importados de Venecia. Comprendí en pocos minutos quién hacía el negocio.
En fin, el huevo de Colón debiera, en definitiva, ser cascado suavemente por un extremo, no sin disculpas y también abrazos, para poner punto final a una querella que a muchos se nos representa retórica a estas alturas de la Historia. Nada más fácil.
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