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No falla: se muere un gigante y saltan los enanos con su bilis, con su odio corrosivo, con las heces regurgitadas de su mezquindad. El último caso notable ha sido el de Mario Vargas Llosa. No faltaron entre la ola general de reconocimientos las gotitas de saliva venenosa de los liliputienses, alentados como hienas por el olor a sangre o por la respuesta luctuosa y digna de la mayoría. Porque de eso se trata: de dignidad y, si se me apura, de mera humanidad. Y hay a quienes ambas cosas les resultan muy ajenas.
En el albor de la literatura occidental, los hexámetros de la Ilíada recogen un episodio con el que la humanidad se identifica, porque es basamento de virtud y de piedad. Sucede cuando el troyano rey Príamo ruega a su enemigo Aquiles que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor. Tras la aceptación de Aquiles, este concede once días para las exequias. Ni once días han concedido al nobel hispano-peruano quienes nada saben de magnanimidad y demasiado bien del odio. Los conocemos aunque sean en su mayoría don nadies: son los mismos que en un conflicto civil señalarían con un “A paseo” y, de ser pacientes, esperarían a llegar a un paredón para descerrajar un disparo o, si no, incontinentes de la inquina, abreviar el trámite y volar el cráneo del distinto, del que piensa de otra forma, con un disparo en la nuca.
En el muladar que son a veces (un pesimista diría que siempre) las redes sociales, se ha acusado a Vargas Llosa de “buen escritor y mala persona” (ignominia expresada con variantes). Y esto por sujetos que siendo, malas personas, no dejan de ser al mismo tiempo pésimos, mediocres o regulares escritores. ¿Dónde está la maldad del difunto? En haber tenido ideas diferentes de los energúmenos que no perdonan y para los cuales los veintiocho siglos desde la composición del poema homérico es como si no hubiesen transcurrido, anclados ellos en un estadio inconmovible en el que se niega el pan y la sal, el silencio respetuoso de las honras fúnebres, al adversario.
También Antígona, en el drama homónimo de Sófocles, rescata el cadáver del hermano frente a la impiedad del tirano Creonte, tío de ambos, que querría que fuese devorado por los perros. Pero a diferencia de Aquiles, Creonte no quiere ni oír hablar de entierro y persigue y prende a la piadosa hermana. Otro ejemplo este de dureza de corazón y de maldad. Como se ve, hay tipos partidarios de la venganza y la crueldad hoy como hace cientos de generaciones, desmintiendo la evolución de la especie.
Vargas Llosa ha sido muy glosado tras su muerte, y en algunos de los comentarios ha salido a la palestra el nombre de Víctor Hugo, que fue importante para su formación como escritor, según él mismo reconoció en su discurso de ingreso en la Academia Francesa. Javier Cercas destacó que con Hugo comparte “la ambición descomunal y la abrumadora presencia pública”. Cierto. Autor de Los miserables, el autor francés bien podría prestar el epíteto de su gran novela a los miserables que, aún con el cadáver caliente, han atacado al hombre con sus perezosos exabruptos en vez de argumentar la serena discrepancia con sus ideas. A fin de cuentas, el insulto y la befa son los remolones sustitutos del debate, el matiz y la inteligencia crítica. La convicción de que uno tiene que comportarse como activista es a su vez la excusa para no guardar el decoro.
“Las novelas de Vargas Llosa son un refugio, un lugar donde protegernos del adoctrinamiento y el fanatismo, un espacio de disidencia”, ha escrito Juan Gabriel Vásquez. Pero no hay antídoto que valga cuando la malevolencia obceca por seguir un rancio contracatecismo de izquierdas. Quien se significa públicamente siempre incurre en esos riesgos, y si además ha virado de posiciones filocomunistas en su juventud y la simpatía por la revolución cubana a posiciones liberales, algunas cuestionables, aún más. Tampoco se le pasa que fuera taurino, defendiera la unidad de España frente al separatismo catalán o haya querido vivir más que holgadamente de su trabajo, que es lo mismo que decir su obra. Pero está bien que alguien muestre sus cartas y exhiba su ruindad. Así sabemos a qué atenernos. Las tomas de posición de alguien a quien los medios de comunicación han prestado atención por ser quien es (un enorme escritor) son siempre susceptibles de discusión, y por supuesto se pueden rebatir, pero ensañarse con el muerto es otra cosa que no habla mal del fallecido, sino de quienes profieren lanzadas a moro muerto como si fuera el cadáver de Héctor el troyano.
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